Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
La plaza Murillo está hinchada de carácter. Es bella como pocas, colorida al máximo, popular y auténtica. Se mece tranquila, a pesar del peso histórico y político que carga. A su alrededor está el Palacio Quemado, sede del Gobierno, el Congreso Nacional y la Catedral Metropolitana. Poder traducido en brillo arquitectónico, de banderas rojas, verdes y amarillas, flameando.
Pero ella no se estresa, tiene alma de barrio. La entienden de memoria quienes la andan. Las señoras de largas trenzas, bombín, vestido y rostro andino (las “cholas”) que descansan en el banco El hombre que deambula relajadísimo, hoja de coca al cachete. La infinidad de palomas picoteando. El viajero, que también se conecta y sigue el libreto.
Así es la vida en el altiplano: sosegada, llena de matices y encantadora. Y así la representa la principal explanada de la principal ciudad de Bolivia. Con simpleza y duende, es fiel emblema de la Nación en general, y de La Paz en particular. Su signo se extiende por todo el mapa. Veamos.
Con sabor a Latinoamérica
Aquellas sensaciones que entregaba Murillo, se repiten en la principal avenida local: Mariscal Santa Cruz. Columna vertebral de la cabecera boliviana, alberga trajín y mucho para ver. Gente caminando por todos lados y tráfico animado para mostrar lo vivo que anda el cemento. Imágenes, sonidos y aromas made in Los Andes invaden las palpitaciones. La escena, a imponentes 3.600 metros de altura sobre el nivel del mar, grita Latinoamérica.
Apenas nos vamos acostumbrando al cuadro, cuando surge la Basílica de San Francisco (Siglo XVI). Otra insignia de La Paz, que ilumina el centro con su majestuosa fachada de estilo barroco y tonos marrones. La plaza de los Héroes, que le sirve de antesala, reúne vibra local y bastantes turistas.
Detrás del templo, justamente, está el búnker de los visitantes. Un área de callecitas estrechas, complexión colonial, de pronunciadas subidas y bajadas, y donde el inglés por momentos le gana al castellano. Allí el principal imán se llama Mercado de Brujas. Una pintoresca feria repleta de productos típicos y charlas, que ayudan a aprender sobre la cultura aymara y su mitología.
Continuando por la avenida, las amplias visuales sumergen aún más en la vertiente autóctona. Gigantescos edificios dan a su vez ambiente de negocios, que se mixtura con lo tradicional en saludable cóctel. “Cholas” y hombres de traje compartiendo la fonda, que venden pollo con arroz y papas fritas como pan caliente. Cuando la arteria se convierte en 16 de Julio (El “Paseo del Prado”), los espacios verdes ganan terreno. Ciertamente atractivo, le da al centro un toque diferente.
Paisajes imperdibles
La hermosura de La Paz gana en vigor con los impresionantes paisajes de los alrededores. En ese sentido, destacan paseos como el Valle de las Animas y el Valle de la Luna. Este último, ubicado a unos 10 kilómetros, representa acaso la escapada más celebre. Montañas de extrañas formas, producto de la erosión, lo convierten en maravilla.
Son postales que impresionan, y que están ahí, a un paso del casco urbano. Para caer en cuenta de la potencia del escenario, basta con llegarse hasta El Alto. Pegado a la capital, este humilde y tradicional municipio ofrenda las mejores panorámicas, siempre dominadas por la nevada cumbre del cerro Illimani (6.400 metros).
Desde El Alto, el viajero también se regala apreciando La Paz. Mira para abajo y aprecia ese hueco inmenso repleto de urbanidad. Laderas preñadas de casitas, de vida. Una pintura que es marca de Sudamérica, y del mundo.
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