Escribe: El Peregrino Impertinente
Además de conocer construcciones bonitas y tirarle piedras a las palomas, la visita a las grandes metrópolis sirve para involucrarse con la idiosincrasia local y reflexionar al respecto. A tales fines, nada mejor que los cafés. Templos de la tertulia y el andar cotidiano, representan en lugar ideal si lo que se busca es un baño de urbanidad. Son icono culturales, con los que cada ciudad se identifica, tomándolos como símbolos.
En nuestro país, las principales capitales dan fe de aquello. En Buenos Aires, por ejemplo, destacan decenas, como De Los Angelitos, Las Violetas o el Tortoni. Este último, verdadero emblema de la bohemia porteña, es acaso el más conocido de todos. Prueba de ello es la cantidad de turistas extranjeros que atiborran sus mesas. Las secuelas del fenómeno son notorias: precios elevadísimos, cámaras de fotos por todos lados, pérdida de ambiente tradicional y, en consecuencia, de encanto. No lo piensa así el dueño, a quien recoger la recaudación diaria le resulta una experiencia encantadora.
Otro referente del sector es El Cairo, en Rosario. Un café histórico que también se ve beneficiado por el turismo, aunque todavía conserva su mística. Se hizo muy conocido a partir del genial humorista y escritor Roberto Fontanarrosa, quien se pasaba tardes enteras aquí. La magia del “Negro” aún subsiste en los mozos: si uno no les deja propina, ponen cara de perro y balbucean un “que lo parió”.
En Córdoba, algunos exponentes son el Sorocabana, justo en frente a la plaza San Martín, el Siglo o el Grecco. Sin embargo, ninguno de estos transmite tanto pulso mediterráneo como el Bon Q´ Bon. Aunque con más de bar que de café, este antro atornillado a la esquina de Olmos y Maipú irradia espíritu autóctono, de cuarteto y chistes de barra. Como aquel del borracho que le dice al cantinero: “Oigame, ¿Qué pasó con la cabeza de ciervo que había colgada en esa pared?” y el mozo responde: “Ahí nunca hubo una cabeza de ciervo, ahí siempre hubo un espejo”.
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