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Ubicada al sur de la península ibérica, la ciudad es conocida como la “Tacita de Plata” |
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Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
El cantaor y la bailaora. La guitarra y las castañuelas. El pescadito y la caña. La virgen y el sagrado corazón. El toro y el torero. El carnaval y la chirigota. La guerra y la independencia. El mar y los que se fueron. La melancolía eterna. Cádiz tiene el baúl repleto de iconos. Emblemas que representan su variopinta figura, de riqueza cultural extraordinaria. De tradiciones y costumbrismo que la convierte en referente de España. Allá, bien al sur de la península, la “Tacita de Plata” lleva el mote con pasión.
Una ciudad mágica, que refleja su encanto en el accionar de su gente y la arquitectura de épocas lejanas. Con la línea de costa cautivando sin cesar, es destino que merece mil aplausos.
Por la parte vieja
Unos 650 kilómetros al sur de Madrid, en los confines de Europa, la capital de la provincia homónima provoca sensación de destierro ni bien se llega. Está apenas unida al continente por un estrecho istmo por el que discurre la avenida de Andalucía, columna vertebral de la parte nueva. De un lado está la playa, del otro, el puerto. La sensación es la de estar en el último rincón del mapa ibérico. Y estamos. Alcanza con ver el atlántico, que se pierde en un horizonte infinito.
Aquellas sensaciones desaparecen al arribar al Cádiz antiguo. Lo dice la Puerta de Tierra, umbral rodeado de murallas que es entrada a la parte vieja. Los aires míticos del entorno hacen olvidar ubicaciones geográficas.
Entonces, comienza el paseo. Calles estrechas, piedra al suelo, farolas. La canción de los viejos tiempos. Pies que se marean en el laberinto y que en el sin querer descubren sitios como la preciosa plaza del Ayuntamiento, la Cárcel Real, el Mercado Central y el Gran Teatro Falla. Perdidos también aparecen los bares, los del grupo de amigos que charlan fuerte y rápido, con ese acento gaditano, cantadito, que se devora las eses sin compasión.
En los muros añosos de las fondas descansan las fotos del Carnaval, y de cantaores y bailaoras de flamenco, ídolos populares. Una imagen, siempre, eclipsa al resto: la de Camarón de la Isla. Nacido en la vecina San Fernando, es acaso la más grande leyenda de la música española. Todo un símbolo del movimiento gitano.
Después de la copita de jerez y el chorizo, surge la magnífica Catedral de Santa Cruz. Construida a principios del Siglo XVIII, irradia estilo barroco, con cúpula amarilla. A tono con la cantidad de templos que desbordan el casco (iglesias como la de Santa María, Santo Domingo, del Carmen y Santiago, entre muchas otras) van las fotos de la Virgen, los crucifijos y los cristos de las casas. El amalgama ayuda a comprender el ferviente catolicismo del pueblo.
En eso va el viajero, exultante con la experiencia, cuando se le presenta el Oratorio de San Felipe Neri. De colosal fachada, este templo barroco es puntal de la historia española. Aquí, hace exactamente 200 años, se creó la Constitución Nacional. El Monumento a las Cortes, en plaza España, y la plaza de San Antonio aportan reseñas sobre la gesta y sobre la vida de la época.
Llegando al límite de la ciudad, encontramos la Alameda Apodaca. Aquí el duende gaditano asalta en nueva cuenta. Jardines con gigantescas arboledas dan vida a las baldosas y a los mosaicos azules y blancos. Los bancos son igual de elegantes e invitan a apreciar el mejor de los invitados: el mar.
Siguiendo las huellas de las olas y su golpetear contra los muros, quien dice presente es el Parque Genovés y más adelante el Castillo de Santa Catalina, la Playa de la Caleta, repleta de barquitos pesqueros, y el Castillo de San Sebastián. Le damos la vuelta completa al extremo del plano, siempre al ladito del agua.
Así llegamos al sector más fotografiado y con más vida de Cádiz. Una costa extensa, hecha de cemento y mar, con sabor a malecón de La Habana. Se ven hacia el frente las casitas de colores, gastadas, y la espalda de la Catedral con su inconfundible cúpula. Caminarla toda, cien veces, es dicha segura. Derecho hasta llegar a la playa de la Victoria, ya en la parte nueva. De ahí a girar la cabeza y contemplar con el mejor de los atardeceres la belleza redentora de Cádiz.
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