Escribe: El Peregrino Impertinente
El subte está presente en la mayoría de las grandes ciudades del mundo. Conocido internacionalmente como “Metro”, este sistema de transporte es columna vertebral del andar urbano. Imposible imaginar a metrópolis del tamaño de Buenos Aires, Londres o Tokio funcionando sin él. Las calles serían un caos y no faltaría la típica vieja pidiendo que vuelvan los militares a poner orden.
Pero además de su importancia en la logística municipal, el subte representa la brújula de todo turista. A la hora de orientarse, las paradas o estaciones son las mejores referencias. Así, el forastero sabe que el hotel está al lado de “Ricardo Corazón de León” (Línea C), la Catedral bien cerquita de “Santa Martina Navratilova” (Línea E) y el museo justo en frente de “Almeyda” (Línea B).
Claro que mientras que para el visitante tomar el metro representa toda una experiencia cultural, para el local es un martirio. Hartos del trabajo, la rutina y el estrés, el viajar bajo tierra potencia sus sentimientos más oscuros. “Que espectáculo antropológico que es el subte. Uno ve aquí la esencia de la sociedad, es maravilloso”, piensa el turista, cuya máxima preocupación es saber si en el desayuno del hotel servirán jamón crudo o del otro. Justo en ese momento, el resto de los pasajeros se pierde en reflexiones tan sombrías y negativas como “por más que le dé vueltas, todavía no entiendo para qué me trajo Dios al mundo”; “ojalá que a mi jefe lo secuestre un grupo comando de Sendero Luminoso” o “qué cara de salame que carga el flaco ese de la cámara de fotos”.
Pobres, es el precio que pagan por desplazarse cual topos. Mejor que cambien por el colectivo. O que se hagan turistas.
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