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28 de Mayo de 2012
Senegal y Gambia: impresiones de un villamariense
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Dos niños de la Africa profunda, sonrisas bajo el furioso sol

Cuesta creer que alguien tome en serio eso de que “nada nuevo hay bajo el sol”, ya que, en efecto, si bien el ser humano es uno solo su “cáscara”, por así decirlo, es tan distinta, sus rasgos exteriores tan dispares que más bien se tiende a creer que la variedad es infinita. O, como anotó Borges, que “el mundo es inagotable”.
Así, lo primero que se ve al llegar a esta parte de Africa es la alegría. No solamente en los gestos, las sonrisas, en suma: la algarabía, sino también en el clima, la música, los colores, la luz, la mirada, en fin, hasta en la comida: invariablemente arroz… pero con tantos matices en el sabor, la cocción, la condimentación, la presentación, que es imposible aburrirse.
Y sin embargo, esta parte del planeta conocida como Senegambia fue hasta no hace mucho un enclave de abyección y sufrimiento. Por el puesto de Georgetown, en el corazón de Gambia, pasaron todos los esclavos, cazados como animales o comprados a los traficantes locales, que se trajeron a todos los rincones de América. Se calcula que se llevaron 10 millones de personas. Y en vez de estar resentidos, como indicaría toda lógica, ahí se los ve: tirando y mirando para adelante (un ejemplo más que debieran tener en cuenta los indígenas de Latinoamérica a la hora de remasticar su encono y otra prueba de que el odio es un complejo mental antes que nada).
Estrechamente unido a la alegría viene el sentido comunitario de la vida. Cada pueblo es como una gran familia. Si aparece un ladrón, es perseguido por la comunidad completa y la Policía (casi siempre inexistente) debe intervenir menos para atraparlo que para evitar que lo linchen. Si un niño se porta escandalosamente mal, cualquier adulto puede reprenderlo e incluso abofetearlo. Si un miembro de la familia tiene la suerte de un trabajo, lo comparte con el resto. Si del conjunto de las verduleras una sola vendió ese día, lo reparte con sus pares. Si alguien tiene espacio en su casa, se trae a vivir a los primos lejanos. La comida se sirve en una suerte de fuentón de acero, plástico o arcilla y los presentes comen todos alrededor de la misma colectivamente. Todo ello es resabio de la vida rural, y estos países lo son, empezando porque el 75% de la población vive en el campo: un ámbito (incluso simbólico) donde los lazos familiares no se han roto todavía. Palmariamente es menos denigrante ser pobre en Africa que en Europa, ya que lo poco se comparte -e incluso se reparte- y ya que los pobres no son discriminados como en el resto de occidente. Ya lo dijo Marx: “La ciudad hace más pobres a los pobres”.
Como contraparte, los africanos carecen del menor sentido de lo íntimo. Hasta se bañan en el patio, hombres y mujeres, a la vista de los vecinos que conocen las minucias de la totalidad del pueblo. De allí se deriva la hospitalidad que los desborda y que a veces asfixia. Si se alquila una pieza de hotel, le darán al extranjero una pegada a la de la familia, sin enterarse de que molestan los ruidos y la falta de espacio. En su visión, solamente a un loco se le ocurriría andar viajando solo al otro lado del orbe. Al levantarse a diario, sobre todo en las aldeas, se saluda uno por uno a cada uno de los miembros de la villa entera. La mano se sacude un rato largo, siempre mirando a los ojos y sin impacientarse, y se responde estricta la misma retahíla: ¿cómo estás hoy?, ¿has dormido bien?, ¿qué has soñado anoche?, ¿está bien tu salud?, ¿qué sabes de tu familia?, ¿qué piensas hacer hoy?, ¿lo viste a fulano de tal?, ¿ya has comido?, entre otras varias inacabables fórmulas. Es por eso que les das un dedo y te devuelven un brazo y siempre están prontos a ofrecer lo poquito en aras de ese buen instinto que forma parte de los pueblos mal llamados atrasados. Mucho más pobres que cualquiera le dan siempre una moneda a otro más pobre todavía. Esto es, sin duda, una de las virtudes fundamentales en que se basa la nobleza de su carácter, que tanto asombra. Lo dice en algún lado Cioran: “Ya sólo quedan restos de humanidad en esos lugares alejados y olvidados de la mano del hombre”.
Esto tiene que ver con otro rasgo notorio: el respeto mutuo. Hacia los mayores, hacia las mujeres, hacia la familia, hacia el vecino, hacia los distintos. Ni remotamente parecido a una sociedad como la boliviana, donde habiendo una mayoría indígena y un promedio abrumador mestizo, uno de los máximos insultos es “indio”. O como la Argentina, tan despreciativa que sin haber negros llama “negros” a los pobres.
No recuerdo haber visto una sola pelea, una disputa, una discusión fuerte. Ni el estúpido machismo chauvinista que nos caracteriza. Todo, al final, pareciera que es en broma. Al verlos así, como niños nobles y enteros, no puedo más que repetir lo que anotó André Gide hace más de un siglo: “Qué extraordinario esfuerzo de imaginación significó llegar a considerar a esta gente como nuestros enemigos” (Viaje al Congo).

En Serekunda, segunda ciudad de Gambia, tuve la suerte (tentado estuve de escribir la epifanía) de participar de una monumental, inimaginable fiesta colectiva. Una fiesta al cubo (si ello es posible), una apoteosis de la fiesta. Se trata del célebre festejo por el aniversario de Sierra Leona: país hermanado con Gambia, las dos únicas colonias británicas del oeste de Africa. Miles y miles de personas -antaño desplazadas por la guerra- diseminadas en kilómetros de playa, bailando la noche entera como en un trance, en una orgía de música, felicidad y finalmente sexo. La promiscuidad se comprende: la vida los desborda, les sobra, les brota por los poros. Se percibe en el aire, en cada gesto, en todo trato; es como si uno estuviera erotizado siempre. Se me viene una frase de Nietzsche: “Unicamente el derroche de la fuerza es la prueba de la fuerza”.
Parece una ley matemática antes que psicológica: cuanto menos inteligente el blanco, más tonto le parece el negro.
Y sin embargo, el área se ha vuelto mucho más musulmana en los últimos años: desde que Mr. Arbusto hijo le declarara la guerra global al “terrorismo islámico”. No sólo el terrorismo real se multiplicó por siete a partir de ese momento, sino que al mismo tiempo se radicalizó en el día a día. Se ven, así, casos tan patéticos como un joven con la ropa típica, el rosario en la diestra y la foto de su patriarca favorito colgada al cuello. Es como si un católico se paseara con el traje de ir a misa y la foto del obispo a la vista. Pareciera, pese a ello, que hubieran adoptado el lado positivo de lo religioso: no sólo aquello que los ayuda a soportar las durísimas condiciones de existencia, sino el que les da una ética, una moral fuerte. Algo en que, mal que nos pese, los musulmanes nos pasan el trapo.
¿Es posible la belleza en semejante pobreza? Dejando a un lado la belleza física, así como la del entorno, propias de la naturaleza, no encontramos en esta parte del mundo una gran civilización previa que erigiera monumentos memorables. Además, la colonización de Europa lo usó como lugar de paso y de expolio; construyeron lo mínimo y solamente en la costa. Bien se puede afirmar que el grueso de sus ciudades son grandes villas miseria, matizadas con un porcentaje de suburbios y algún que otro oasis residencial en el centro (donde viven los pocos blancos) y cada tanto una humilde mezquita, una iglesia perdida, como joyas en el fango. Por otra parte, al menos la mitad de la gente que conocí allí no come a diario: un día sí, otro no; “si se vende se come, si no se vende pues no se come”.
Y la precariedad campeando en todas partes. Los caminos son muy pocos y muy malos. Por ejemplo, para continuar hacia el sur hay que desandar hacia el norte y bajar nuevamente. Los denominados “buses” son los microcolectivos que se usaban en Francia en los años 40 y 50… pero abarrotados con muchos más asientos. No hay prácticamente qué comer aparte de arroz y alguna que otra fruta y hasta el kilo de arroz cuesta más caro que en Europa, ya que al no haber industrias todo se importa. ¿En qué consiste un hotel africano? Por lo general, en una habitación espartana repleta de insectos, separada por un tabique del resto de la casa emplazada en el laberinto de villa miseria o las chozas de la aldea. Con un baño que se reduce a un agujero en el suelo y como ducha un cubo de agua normalmente vacío. Y sin embargo, aunque uno está perpetuamente incómodo (y rodeado de gente, por si fuera poco) es imposible sentirse molesto. Nada más uno se enfada, se arrepiente en el acto. Se siente culpable, se piensa un burgués irredento frente a esas personas infinitamente menos estructuradas. Menos frígidas.
Es tan pobre que ni siquiera la gente acomodada está tan acomodada. Ni remotamente parecido a la espantosa diferencia de clases de América Latina (por ejemplo, se calcula que en Bolivia un profesional gana 20 veces más que una empleada doméstica: uno de los índices más altos del planeta). En verdad la única diferencia notable es la de los blancos, sempiternamente franceses, en Senegal, e ingleses, en Gambia. Son los dueños de las únicas mansiones, las 4 x 4, los grandes autos y las heroicas motos. Son los que se pasean “living la vida loca” en las islas turísticas. Se ve chistoso: estos sitios capitalizaron a Europa vía esclavos, diamantes, marfil, oro y plata, escandalosos impuestos y otras formas de saqueo. Hasta tuvieron que ofrecer sus soldados, a la fuerza, como carne de cañón en la Segunda Guerra. Hoy los africanos no tienen ni siquiera el derecho a la ciudadanía inglesa o francesa.
A raíz de la pobreza se podría pensar que es un lugar peligroso: nada más alejado. Más ridículo, mejor dicho. Pasado el shock de la primera impresión podríamos decir de estos países un chiste que dicen en España: “Allí hay menos delincuencia que en el patio de un jardín de infantes”.
Me animo a concluir algunas cosas. Por ejemplo, que Senegal es más entregado, más “buena onda”, más alegre, más rastafari, más espontáneo. Gambia es más intenso, más sentimental, más melancólico, más sufrido, más reconcentrado. Pero al final, es como si los dos formaran un mismo todo, unívoco, inolvidable, infinitamente querible: un “Senegambia”.

Franco Sampietro

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