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31 de Mayo de 2012
El Diario en los barrios - Francisca, 101 años
Centenaria y luchadora
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Francisca con su familia. El más pequeño es Luis, uno de sus bisnietos

El 11 de mayo Mauricia Francisca Lobo cumplió 101 años. Salvo por un problema en la visión, su estado de salud es bueno.
Es alegre, conversadora, lúcida y creyente. Nadie diría que esta centenaria mujer, que tiene su humilde casita en barrio Botta, haya tenido que luchar tanto en la vida contra las adversidades.
Cuando le preguntamos su historia, empieza a relatar desde su nacimiento, con humor y una memoria envidiable. “Nací en la zona rural del norte cordobés, en Simbolar, camino a San José de la Dormida”, cuenta.
El primer golpe fue la muerte de su madre, cuando ella aún no caminaba. Su papá la dejó en la casa de un tío, donde vivió tranquila hasta los 14 años.
“Mi papá se había casado y tuvo dos hijos más”, recordó. Un día la vino a buscar para sumarla a su familia y así fue que compartió las tareas rurales.
“Así, trabajando en las cosechas, todos juntos, íbamos de aquí para allá. Cuando llegamos a Capilla de los Remedios, a un campo con maíz, maní y algunos animales, mi papá, después del primer día de trabajo, se fue a dormir y no despertó más”, recordó.
Sus ojos, de escasa visión, transmiten igual las emociones que siente al recordar cuando quedó con la madrastra y sus hermanos menores al mando de “un patrón”, que era el dueño del campo en el que estaban.
La suerte cambió desde entonces para Francisca.
El “patrón”, como ella lo llama, decidió “ubicarlas” con hombres de la zona para que se casaran. “A mi madrastra le tocó un gringo muy viejo y a mí un león”, dice, sonriendo, para graficar de alguna manera que su esposo tenía mal carácter.
Muy jovencita empezó a andar por los campos con su marido. El itinerario es preciso. Recuerda lugar por lugar dónde nació cada uno de sus siete hijos. “Ibamos de un patrón a otro. Cuando nació el primer hijo estábamos haciendo carbón y lo tenía que ayudar a mi marido a cortar los troncos, uno de un lado, el otro del otro, haciendo fuerza parejo”. Sigue Manfredi, Río Segundo, Pilar, por nombrar algunos de los pueblos que recorrió.
El marido -además de mal carácter- “tenía poco entusiasmo para el ‘administro’ de la casa”, dice, para referirse a que si había que arreglar un banco “lo desarmaba y quedaba así”.
Otro golpe en la vida vino a sumarse a la pobreza y a esa situación que vivieron las mujeres de principios de siglo, que no podían elegir a quien amar: su esposo quedó ciego a los 40 años y, en consecuencia, no la pudo acompañar más en los trabajos (aunque fuera mínimamente) para alimentar a tan numerosa familia.
Esta frágil mujer (frágil sólo en apariencia) afrontó la crianza de los hijos, el cuidado del marido y la provisión de lo indispensable para la subsistencia con su esfuerzo.
Entre otras tareas, lavaba ropa para varias familias “cuando por la docena de ropa limpia te pagaban tres pesos”, recordó con precisión.
Salía para pedir ayuda a vecinos. Se le viene a su memoria cuando se paraba en una carnicería con un platito de loza y esperaba que le dieran los restos de cada corte. “Yo no soy pretenciosa ni de encarar”, le decía.
Otra anécdota dolorosa fue cuando uno de sus hijos contrajo sarna. Vivían en una habitación muy humilde y ella, al no saber qué hacer, se encaminó hacia la comisaría. “El comisario era muy ríspido y me dijo que desapareciera de ahí. Le dije que era una triste lavandera y que me diera un consuelo. Me dio un papelito, que todavía guardo, y me mandó a que fuera por los barrios, pero que no me metiera donde había mucha gente o en los boliches. Así hice y la gente me ayudaba. No sé bien qué decía el papelito”, relató.
Así consiguió el remedio y pudo seguir adelante con la crianza de sus hijos hasta que, en 1950, uno de los más grandes le dijo: “Mamá, prepare las cosas y venga para Villa María”.
Con sus pocas pertenencias y los chicos, se llegó en tren a esta ciudad. “Llovía tanto, no conseguíamos en qué llegar hasta la casa, así que en un carro con las cosas mojadas llegamos a lo de mi hijo”, recordó.
Mauricia Francisca Lobo, pese a todo lo que pasó, agradece a Dios “la vida, la fuerza, el ánimo y la inteligencia”. Es testigo de Jehová y conoce cada párrafo de la Biblia.
Para ella, el secreto de la longevidad está precisamente en la fe.
Hoy está rodeada de sus hijos (tres mujeres y cuatro varones), sus 13 nietos, sus 25 bisnietos y sus dos tataranietos.
Una de sus hijas es discapacitada, por lo que ella sigue cuidándola.
Otra de las hijas fue la que la albergó hoy en su casa. No es que no pueda sola, pero es hora de que no trabaje tanto, aseguran.
Toda la familia valora el esfuerzo con el que ella sola pudo llevar adelante una familia unida, alegre y solidaria, en tiempos en donde las puertas no estaban abiertas para las mujeres en esa situación.
Desde aquel punto de partida, en la zona rural de Simbolar hace 101 años, hasta su presente, rodeada de afecto, pasaron muchas historias dolorosas. Pero Mauricia Francisca sólo quiere agradecer.

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