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1 de Julio de 2012
Poeta de la tierra
Néstor Mux
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Mux, en los 70 - El poeta junto a su nieta

Nació en La Plata, en 1945, donde vive actualmente. A los 20 años editó su primer libro, “La patria y el invierno”, al que se sucedieron siete poemarios más, entre los que se destacan “Nosotros en la tierra” (1968), “Cartas íntimas para todos” (1974), “Como quiera que sea” (1978), “Perros atados” (1982) y, su último trabajo, “Disculpas del irascible” (2009). La coherencia artística y humana de su obra, su permanente misericordia hacia los demás hombres y el interés que suscita entre los más jóvenes, lo convierten en un autor esencial de las letras argentinas.
Por Iván Wielikosielek
eldiariocultura@gmail.com

Cae la tarde al fondo de la calle 116 en un barrio humilde de La Plata. Sobre una vereda de tierra se alarga una ininterrumpida sucesión de casitas al estilo “plan de viviendas”. En una de ellas, la ventana iluminada confirma vida. Entonces bajamos del auto con María Laura, la escritora que me llevó hasta los confines de su ciudad en busca de Néstor Mux. Y una vez en la reja, al comprobar que el timbre de la casa no funciona, golpeo las manos. Acaso este inconveniente no sea casualidad, me digo, ya que en el fondo, todo poeta verdadero sólo pueda ser llamado mediante un ruido humano.
La puerta de calle se abre y en su trapecio de luz aparece un hombre más avejentado del que conocí en las fotos de sus libros; un hombre de jean y camisa que en el barrio seguramente puede pasar por un simple vecino a pie de calle. Y posiblemente, vuelvo a decirme, Néstor Mux no tenga otra pretensión en la vida que pasar desapercibido. Vive como alguien que se hubiera retirado de todos los mundos posibles, del trabajo (del que se ha jubilado hace unos años) de la familia (es viudo y con sus hijos casados) y de las letras (estuvo más de 10 años sin escribir ni publicar).
Al verlo pronuncio su nombre entre signos de preguntas y Mux me confirma su identidad. Me presento. “Vengo a traerle la antología que hicimos en Córdoba donde se incluyen sus textos, maestro”, le digo. Y el hombre, sonriendo súbitamente, me dice que es una enorme alegría la visita, el libro, este momento. Acto seguido me da un beso y un abrazo; como si yo fuera un chico que ha recuperado después de mucho tiempo. Caigo en la cuenta, entonces, que Néstor Mux podría ser mi padre; no sólo por los 26 años que me lleva, sino por todas las veces que se lo pedí en secreto durante tantas lecturas. Y sin saberlo o sin quererlo, él dijo que sí. Y sus versos me guiaron como grandiosos consejos nunca oídos.
Lo leí por primera vez hace 20 años, en la maravillosa antología “Cinco Poetas Capitales de La Plata”, realizada por Ana Emilia Líate. Y desde ese entonces, algunos de sus poemas se volvieron indispensables para mí: “Perros atados”, “Cuaderno escolar”, “Muchachos”, “Lejos de este único mundo”... A muchos escritores les dije, por aquellos años, que Néstor Mux era uno de los más grandes poetas que había leído en mi vida. Y 20 años después, lejos de cambiar de opinión, confirmo esta impresión cada día. Sin embargo, una vez adentro de la casa y cuando le digo cuán importante fue su obra para mí, Mux me dice, casi reticente, “te agradezco mucho, querido, pero lo mío no es una obra, obra es la de otros, la de poetas que han escrito muchos más libros que yo y de mucha mejor calidad que los míos”. Pareciera casi como si se disculpara, pero seguidamente presenta su descargo: “La única cosa que me propuse en mi vida y creo que logré fue ser absolutamente sincero en mis poemas. Lo que escribí y no cumplió con ese requisito fue destruido”.

A favor de la vida

Es difícil escuchar a Mux pronunciando cualquier variante del verbo “destruir” que, por cierto, ya no repetirá a lo largo de toda la tarde. Y es que sus poemas, escritos desde un “yo” que siempre fue un nosotros (su generación, su familia, los poetas de La Plata, los muchachos de humilde corazón de pobres de su barrio), no han hecho otra cosa que buscar la luz y la vida.
“Si supusimos que un hombre/ se diferenciaba de quienes no lo son/ a través de un gesto. Y el saltar a la libertad/ era el mayor de los gestos…/… //si nos empecinamos en no creer en dioses/ para estrecharnos en boda perpetua/ con la tierra y los hombres// si el aspirar a claridades/ fue nuestra única ceremonia// si con el más próximo/ fuimos arbitrarios como el invierno/… // no hubo rencor. Sólo quisimos ser y estar/ a favor de la vida”, escribió en 1982, en el poema que lleva como título el último verso. Y así, como una continuación de este poema, Mux levanta de la mesa una beba de una belleza sublunar. Su nombre no podría ser más exacto: Luz; su nieta.
“Mi hija más chica no estaba bien con el marido, así que le dije que se viniera conmigo. Ahora vivimos los cuatro, ella y sus dos nenas, en esta casa, conmigo. Había perdido la gimnasia de cuidar bebés, pero Luz me la devolvió”. Y la beba ríe en manos de su abuelo.

Lejos de este único mundo

“¿Un café?”, dice el hombre. María Laura rehúsa ,pero yo acepto, no sólo porque me gusta mucho el café, sino para poder decir que tomé uno hecho por las manos de Néstor Mux, aquellas que en 1982 escribieron “Muchachos”: “La muchacha que pasa en bicicleta/ es maravilla desprendida del verano/. Sus pies y su pelo vuelan./ Los ojos que sólo ven la calle de tierra/ son pájaros extranjeros que vuelan también.// Y el partido de fútbol ahora se ha aquietado/ porque sus muchachos callados, confundidos,/ dejaron volar su corazón de pobres/ detrás de ese aire ligero que se pierde/”.
O aquellas mismas manos que en el mismo año escribieron “Lejos de este único mundo”: “Todas las tardes/ -suspendido de su propia baba-/ el idiota es llevado a pasear/ lejos de este único mundo.// Su rostro vaciado de huellas, es un rostro/ sin edad, sin violencias ni recuerdos./ Un rostro, en suma, de quien no es/ absolutamente discutido por nadie/ El rostro del padre es el rostro/ de un hombre que va pidiendo clemencia.// Y no se podría decir con certeza/ quién acompaña a quién”.
Mux vuelve con el pocillito de loza blanca repleto de brebaje negro y le pregunto, precisamente, por esos dos poemas. “Tomalo, que está caliente -me dice, y entonces pasa a los textos-. El primero pasó en un campito atrás de casa, una tarde que pasaba y vi el partido y la chica. El otro fue en la vereda; el padre y el chico pasaban todas las tardes frente a mi ventana. Los escribí así, como salieron. Yo siempre necesito de un hecho para ir al papel, no soy de los que buscan el tema en la hoja en blanco”.
Esta declaración, que leída a la ligera podrá parecer una obviedad, en el caso de Mux es toda una declaración de principios, la poética más humana de su sinceridad que atraviesa toda su obra. Y a tal punto es verdadera cada una de sus metáforas, que incluso los personajes “arquetípicos” de sus poemas se han reconocido en sus versos. Y Mux me cuenta una anécdota casi surrealista.
“Hace mucho, una chica se vino a vivir al lado de esta casa con su familia, hasta que un día el marido se fue. Un día la vi limpiando la ventana y escribí un poema que se publicó un tiempo después, cuando la chica ya se había ido. Pero cuando presenté el libro, la chica estaba entre el público. Y en un momento se acercó, me abrazó y me dijo ‘yo soy la que han abandonado’”.
Y entonces automáticamente me viene a la memoria el poema “Una mujer”:
“Como en un simulacro de sentirse viva/ o como si creyera que todavía espera,/ una y otra vez/ limpia las ventanas de la casa vacía./ Pero aun así no alcanza a ver el sol./ En los vidrios inútiles apenas entrevé/ su propio rostro/ que ya no necesita reír ni llorar/ porque la han abandonado”.

Despedida

Luz le habla a su abuelo en un idioma de sonidos extraños y humanos mientras señala los estantes: quiere libros. Si la pequeña biblioteca del poeta se ha vuelto algo caótica, se debe a las intervenciones de la beba. El café se termina y la noche cae decididamente en la calle 116, en ese lejano rincón del mundo.
Entonces le digo a Mux y a María Laura que me tengo que ir, que pronto zarpará el tren a Constitución y luego el ómnibus que me traiga de vuelta a Villa María y le pido mil disculpas al poeta por mi abrupta partida. “Hubiera querido charlar de tantas cosas con usted, maestro… Hubiera querido decirle tantas cosas, preguntarle otras, hacerle un reportaje…”. Y le muestro a Mux mi grabador inútil y me sonríe. Algo sabe de grabadores inútiles. Se pasó la vida haciendo notas y gacetillas de prensa para un banco donde se jubiló. Pero le digo que si me da su permiso y le puedo hacer una foto, quizás pueda escribir algo para el diario de la ciudad. Me dice que no hay problema, que le saque. Y entonces sin posar, en seco, disparo cuatro veces contra el artista. Excepto en la primera toma, Mux siempre estará junto a Luz.
Cuando salimos a la vereda, se escuchan los últimos pájaros de la tarde, el ruido distante de los autos, el ladrido de los perros atados a los que Mux dedicara aquel poema que siempre aulló en mi memoria. Y antes de irme me da un último abrazo. “Quería decirte, querido, que vos una vez me escribiste una de las cosas más bellas que jamás me dijeron de mis poemas. Me pusiste que hasta el día que lo leí a usted, yo no sabía que la poesía podía tener misericordia. Todavía tengo la carta. Gracias por eso, gracias siempre”, me dice Mux, y me hace ruborizar sin querer. Yo siempre olvido lo que escribo en las cartas, pero a esto lo recuerdo muy bien. Le comento que no hablaba ahí de la misericordia divina, sino de la otra, de la humana, de la que se tiene por el prójimo, por el igual, por el semejante, de la que escribe no un poeta del cielo, sino un poeta en la tierra. “Así fue como siempre lo entendí, querido”, me dice el hombre.
El auto de María Laura ya arrancó. El ruido del motor se une al de los perros atados y entonces recuerdo el poema: “Es posible que ese perro atado ladre/ a estrellas que lo aturden con señales/ o aúlle a quienes lo dejaron vigilando,/ para nadie, una casa abandonada.// Los vecinos se quejan porque no pueden dormir,/ escuchar la radio o lustrar sus automóviles.// Mientras tanto yo le adivino colmillos azules/ como el amor o la muerte y lo imagino altivo/ como algunos hombres o como muchos perros.// Porque su sonido tiene algo de delicada insensatez/ o de agonía, y ese sonido me acompaña y me persigue./ Porque su ladrido se impone por sobre las voces/ desafinadas y rancias de la gente/ mezcladas como al fondo de una olla.// Y porque es posible que yo esté atado también,/ pero sin su convicción para ladrar y aullar/ ahora que siento finalmente que me han dejado solo/ vigilando una luz casi deshabitada”.
Pero esta vez, a Mux no lo han dejado solo vigilando una luz casi deshabitada, sino junto a una Luz que es toda presencia, absoluta misericordia que le envía el destino.
El auto de María Laura arranca y el poeta, con la beba en brazos, saluda desde la vereda de tierra, cierra la reja del patio y, una vez más, vuelve a estar a favor de la vida.

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