Esolina Gambino de Poncio llega caminando a su encuentro con EL DIARIO, apoyando su paso en un andador que la ayuda desde hace algún tiempo. Tiene 87 años y “por nada” se quiso perder la oportunidad de contar su historia de vida, íntimamente relacionada con el desarrollo del barrio.
Para dejar claro su sentido de pertenencia a Villa Albertina, Isolina apura un concepto que la pinta de cuerpo entero: “Mi mejor recuerdo es haber venido a vivir acá”.
“Yo ya les he dicho a mis hijos que el día que me vean mal ni se les ocurra meterme en un geriátrico, más vale contraten a alguien para que se quede acá conmigo, en Villa Albertina”, sostiene firme.
Adentrándonos en la historia de nuestra interlocutora encontramos los porqués de su arraigo al lugar donde se despidió, hace cuarenta años, por última vez de su esposo y en el que le tocó afrontar el resto de su destino junto a sus niños.
“Cuando llegamos no había nada, sólo estaba el comedor de Miranda. Antes vivíamos en el centro de Villa María, en la calle Mariano Moreno, después nos mudamos al barrio Rivadavia donde tuvimos por diez años un negocio y finalmente llegamos a este barrio.”
A poco de arribar al lugar que la cobijaría para siempre, la muerte sorprende a los Poncio y se lleva consigo al esposo de Isolina (un fumador empedernido). La protagonista de la historia que presentamos, sin el hombre de su vida, toma las riendas del hogar y sostiene la economía familiar como costurera.
Años después, Isolina ganaría fama entre los habitantes del lugar por sus dotes para curar el “empacho”. Tan efectivas resultaban sus curaciones que gente de todos lados llegaba hasta la casa de la mujer para aliviar la conocida “alteración gastrointestinal en que se queda o asienta un alimento u objeto en el estómago o en los intestinos y como se adhiere no se puede desalojar”.
“Yo no sé si curaba o no, sólo rezaba y pedía para que todos se mejoraran. Jamás recibí un peso por hacer eso, es más, al que me ofrecía algo le decía que no quería nada a cambio
“En principio, Villa Albertina me daba un poco de tristeza porque era todo muy distinto de los lugares donde vivimos, a lo que estaba acostumbrada. Después me adapté a punto tal que no podría volver a vivir nunca más en el centro”, aseveró nuestra reporteada.
“Con mis chicos chicos para ir hasta la ciudad teníamos que esperar en la ruta el colectivo que venía de otros lugares (interurbanos de línea). Ahora las cosas cambiaron y hasta tenemos nuestro transporte”, destacó.
“Todos han sido y son muy buenos conmigo. De nadie puedo decir algo malo, los vecinos están siempre a disposición y atentos a lo que necesito. No tengo más que palabras de agradecimiento para toda Villa Albertina”, concluye Isolina antes de pedir un matecito bien dulce, despedirse y después retomar el camino hacia su casa, ese único lugar del planeta que ama con todo su corazón.
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