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El Peregrino Impertinente
La cocaína, la pasta base, el refrigerante para camiones con roinol. Todas drogas duras y muy en boga en estos tristes días. Sin embargo, ninguna es capaz de crear tanta adicción en el turista como otra mucho más poderosa: la cámara de fotos. Ese aparato caprichoso que reclama la atención permanentemente, generando la dependencia del sujeto en vacaciones. Está sometido a ella, no puede parar. Lo mismo si advierte un monumento extraordinario que un cordón cuneta. Es observar y gatillar. Casi un acto reflejo, que de tan permanente, se torna extremadamente molesto. Por eso, para mí, nada como viajar sin cámara. Uno siente que se saca un peso de encima, que anda más relajado. Que incluso tiene más tiempo para contemplar las cosas, en el máximo sentido de la palabra. Es una especie de emancipación romántica, el triunfo del hombre sobre la máquina. En fin, la liberación total. Igual que la que experimentó la mujer que inmortalizó aquella pintura de la Revolución Francesa, y dijo: “Más vale. Tanto escándalo porque muestre las tetas”.
Utilidades extras
Otro beneficio de vacacionar sin cámara es que mejora las relaciones interpersonales, y el amor al prójimo. Pero no durante el viaje sino a la vuelta. Que levante la mano aquel que no haya deseado que una repentina lluvia de meteoritos descienda sobre la humanidad de la tía Paquita, justo cuando ésta propone a la familia mirar las 2.374 fotos de su última estancia en Santa Clara del Mar. No hace falta agregar demasiado para dejar en claro la idea. Bueno, es cierto que en todo caso, lo que daña es el exceso. Tomar instantáneas de los lugares o los momentos que realmente marcaron el viaje, dos, tres, cuatro docenas de fotos en total, resulta sensato ¿Pero quién en este mundo está facultado para controlarse y no caer en la tentación de inmortalizar 58 veces el abrazo del hijo con el Ratón Mickey? A ver quién tira la primera piedra, y se la da justo en el lente a esa maldita cámara.
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