Escribe: El Peregrino Impertinente

Favorito de los villamarienses, el Valle de Calamuchita es acaso el más bonito de las sierras de Córdoba.
Sus mágicos dominios, enclavados en el centro-oeste del territorio provincial, fundamentan la fama. Multiplicidad de lagos, ríos, arroyos, bosques y cerros conforman un edén donde Adán y Eva no sólo hubieran hecho uso de una manzana, sino también de dos naranjas, tres duraznos, medio kilo de frutillas, vino, azúcar y hielo, logrando un clericó bien pipí cucú.
El Valle debe su nombre a sus primeros pobladores: los comechingones. Etnia legendaria, terror de los chingones, fueron ellos quienes lo bautizaron. Lo llamaban “Ctalamochita”, en referencia a la abundancia de “ctala” y “mochi” (tala y molle) que puebla las montañas. Los tehuelches, en cambio, no lo llamaban, ya que como es bien sabido por todos, las telecomunicaciones en esa época eran costosísimas.
Aquel aura originaria aún perdura entre las maravillas de la zona, lo que genera asimismo un atractivo cultural indiscutible. Los espíritus indígenas sobreviven vagando por cerros y laderas, creando un ambiente místico que es percibido por la paisanada. No son pocas las viejas que han jurado y perjurado haber visto el espectro de algún gran jefe haciendo la mortal y media para atrás en el dique Los Molinos e incluso nadando perrito. Y es que el inclemente calor de Córdoba en verano vence incluso a las ánimas en pena.
Sin embargo, el patrimonio comechingón no sólo se reduce a aspectos incorpóreos. Son varios los museos que exhiben materiales utilizados por las comunidades autóctonas y que despiertan el interés del visitante. Entre ellos, se destacan los de Embalse, Villa Rumipal, Santa Rosa, Villa General Belgrano y Amboy. Allí uno puede descubrir un poco más acerca de las formas de vida y costumbres de este extinto pueblo. El que le dio título al Valle y muchos sortilegios.