Hernán Barcos no es el artesano de los goles antológicos, ni el delantero poseedor de individualidades desconcertantes, ni el habilidoso de conversiones supremas, tampoco es el fantasma que aparece de repente sorprendiendo en algún revuelo frente al arco.
Pero llega, siempre llega para convertir. Goleador de hacha y tiza, implacable definidor. Entonces comienzan a diluirse todos los reparos que le fabricaron ante la única verdad de su estilo inapelable para convertir.
El “Nano” se inició en el fútbol infantil y divisiones superiores del “Talleres bellvillense” para luego comenzar a transformarse silenciosamente y de pasar como una ráfaga por el fútbol argentino, en un auténtico trotamundos. No le pidió prestado absolutamente nada a nadie. Y con el realismo de sus goles, con esa tozuda insistencia de merodear pacientemente las áreas enemigas comenzó a labrarse su fama de goleador.
Los exquisitos lo discutieron y hasta aportaron juicios negativos, pero los mismos sirvieron para aumentar su voracidad goleadora contra cualquier rival, vistiendo cualquier camiseta y en cualquier cancha de cualquier país, se transformó en el delantero ideal para desnivelar resultados, con una influencia decisiva para lograr éxitos rutilantes.
En cada movimiento en el campo de juego, aparece esa sociedad imperecedera con el gol, picando una y diez veces por las puntas, desarmando defensas, elaborando la maniobra sutil con un quiebre mágico y el toque impredecible que implacablemente se anida en la red adversaria.
Con semejantes méritos, revalidándolos hoy una y otra vez en el ámbito brasileño, considerado entre los más exigentes y competitivos del planeta, la plenitud de su rendimiento tiene la cristalización de un sueño hecho realidad: integrar el seleccionado nacional.
¿Nos llenará de felicidad, orgullo y emoción como aquel Mario Alberto Kempes “el Marito” de 1978, “El Matador”?
Nosotros los bellvillenses avisamos al mundo del fútbol que ya bautizamos a Hernán Barcos como el “Barcogol”.
Juan Carlos Licari