Despertó temprano, era la fuerza de la costumbre. Todavía no había alcanzado a incorporar a su rutina que ya no tenía obligación de cumplir horarios estrictos.
Todo el tiempo era para ella.
Se había incorporado a esa inmensa pléyade de hombres y mujeres que llevaban en sus rostros la ausencia de alegrías y estímulos.
Se vistió, desayunó frugalmente y salió rumbo al supermercado.
Allí, el escaso rastro de sonrisa que tenía en su cara fue desapareciendo. Cada cosa que deseaba comprar había sufrido importantes cambios en sus precios.
En más de una oportunidad su mano quedó suspendida en el aire cuando distinguía el nuevo costo.
Su compra se redujo ostensiblemente, pero su gasto había aumentado en la misma medida.
Mientras trataba, ya en su hogar, de acomodar los productos adquiridos no podía dejar de pensar para cuántos días le alcanzarían.
Recordó haber leído en el diario el costo de la canasta familiar y el monto con que una familia tipo podía vivir diariamente y pensó: ¿en qué país ocurría eso?... seguro que en el apuro no se había fijado de dónde era el diario, ya que de aquí no podía ser.
Así transcurrió el día, limpió, lavó ropa, planchó. En ningún momento pudo sentir alegría. Cuando llegó la noche recurrió a las pastillas que el viejo médico del hospital le había regalado. Recién cuando la ganó la profundidad del sueño su rostro se suavizó y en él se dibujó una hermosa sonrisa, que le otorgaba una gran belleza.
Estaba soñando y en él se veía jubilosa como su nueva condición significaba, disfrutaba de ella y se sentía segura, pues gozaba de su salario como el de una clase al parecer superior y privilegiada de la tan discriminatoria intangibilidad.
Sólo así podría sonreír.
Por todos los jubilados de este país (menos los de privilegio), que además de ser viejos, tienen que sufrir a diario el castigo de ser el último orejón del tarro.
Asociación Civil “Verdad Real, Justicia para Todos”