Apreciar el espectáculo unipersonal de Dady Brieva se asemeja más a ingresar como espectador a una película autobiográfica que a la dramaturgia clásica de una obra teatral o a una performance desestructurada de “stand up”.
Al menos, dejarse llevar por su relato exquisitamente pergeñado es como acceder a los vericuetos más puntillosos de un guión cinematográfico cuya trama no es más que la ficcionalización soñada, agravada, satirizada, perfumada y nostálgica de su propia infancia, adolescencia y juventud en un populoso barrio santafesino de los años sesenta y setenta.
Sepa señor lector, si usted no ha sido uno de los asistentes que copara la sala mayor de nuestra ciudad, que la puesta gira sólo en Dady. Fueron dos horas reloj de su entrega directa, munida de un histrionismo puro con el cual puede manejar su cuerpo a piachere para dotar de imaginación al pasado. A la vez que emplea el timing necesario para hundir la emotividad en retrospectiva que hace tambalear los recuerdos en la platea, con el correspondiente rodaje de lágrimas por la mejilla.
Con destreza sociológica ilustra la vida cotidiana de una familia de clase popular, intrincada en la disputa coyuntural del peronismo/antiperonismo, aunque afianzada siempre en la esperanza de una movilidad social ascendente y el sentido común como todo mandato axiológico. Se exhibe también la dinámica intrafamiliar oscilante entre la dureza patriarcal y desafectada del padre y la potestad tácita de la madre en la órbita del hogar. Ayudado por piezas musicales en off, Dady se sumergía en esa atmósfera con un detallismo obsesivo. La puntillosa narración de las fiestas supernumerosas de fin de año y la espera -insufrible- al Gordo de Navidad (junto al santo Ceferino Namuncurá, la estampita de San Cayetano dada vuelta y la antena del televisor orientado desde el techo), hablan de un espejo que el actor desea plasmar no para sentenciar que “todo pasado fue mejor”, sino que para destacar los gestos genuinos de generaciones que tal vez no hayan alcanzado altos estudios ni los procederes que recomienda la psicología moderna, pero que sí conservaban valores humanos como la amistad y la comunidad desde la más absoluta simpleza. “Eran tan felices que no se daban cuenta”, reflexionó el artista, antes de la ovación de pie.
Juan Ramón Seia