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18 de Octubre de 2012
Cartas - Opiniones - Debates
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Las mil ca­ras
de So­le­dad

Ca­si no me sien­to a es­cri­bir­la. Qui­zás por­que una an­gus­tia sor­da me aho­ga las pa­la­bras. Qui­zás por­que sien­to la cul­pa de no ha­ber he­cho na­da. Qui­zás por­que sien­to que las le­yes no al­can­zan.
En­ton­ces el pe­rro de la ver­güen­za me la­me las ro­di­llas y aco­mo­do la bi­ro­me -de ofer­ta- pa­ra ga­ra­ba­tear lo que me sal­ga.
Y la pien­so. La pien­so de­ses­pe­ra­da tra­tan­do de es­ca­par ras­gu­ñan­do la tie­rra, tra­tan­do de co­rrer le­jos de quien an­tes fue­ra su amor y en al­gún mo­men­to se trans­for­mó en un mons­truo.
Un lo­bo fe­roz in­ten­tan­do mor­der­le el co­ra­zón, in­ten­tan­do arran­car­le la vi­da.
Un mons­truo dis­pues­to a ma­tar­la an­tes que de­jar­la ir.
"Si no eres mía no eres de na­die". "Yo soy tu due­ño". "Nin­gu­na mu­jer va a de­jar­me". "Sin mí no sos na­da". "Sos una p... de mier­da". "Las mu­je­res son to­das igua­les".
Y la pien­so. Ro­gán­do­le que la de­je vi­vir pa­ra vol­ver a abra­zar a su be­bé, pa­ra vol­ver a ha­ma­car­se en la pla­za del ba­rrio.
La pien­so con sus ojos hú­me­dos y el ros­tro de­sen­ca­ja­do por el es­pan­to, sa­bien­do que el lo­bo va tras ella -tras su pre­sa- y no va a de­te­ner­se has­ta el fi­nal. Y ella ahí -ate­rra­da- in­ten­tan­do bur­lar a la muer­te, in­ten­tan­do es­con­der­se del ase­si­no sin en­con­trar un so­lo hue­co don­de acu­rru­car­se.
La pien­so en el frío de la no­che, con los ca­be­llos re­vuel­tos y la ro­pa he­cha ji­ro­nes. Con un pre­sen­ti­mien­to atroz re­co­rrién­do­le la mé­du­la, he­lán­do­le los hue­sos.
La pien­so de ro­di­llas, con la ca­be­za ga­cha, ro­gan­do un mi­la­gro.
Pre­gun­tán­do­se, ¿cuán­do? su ama­do se con­vir­tió en un mons­truo que só­lo quie­re be­ber de su san­gre. ¿Por qué? tan­to odio en ese ser que de­cía ado­rar­la.
La pien­so -ine­vi­ta­ble­men­te- con sus ojos cas­ta­ños, alum­bran­do la no­che, co­mo fa­ro­les de cam­po.
Arras­tra­da ha­cia el fi­nal, aho­gan­do los gri­tos en su gar­gan­ta, sin po­der sol­tar­se de la te­la­ra­ña del ho­rror.
Tan so­la co­mo su nom­bre "So­le­dad", con su ros­tro de ni­ña gran­de, en­ve­je­cien­do años en se­gun­dos, vien­do al re­loj ade­lan­tar sus agu­jas de ma­ne­ra fre­né­ti­ca, anun­cian­do el fi­nal.
Tan so­la con sus vein­tio­cho años y sus sue­ños ro­tos -en mil pe­da­zos- de­jan­do lu­gar a un abis­mo sin fon­do.
So­le­dad. So­le­dad. ¿Quién te acom­pa­ñó en tu úl­ti­ma ho­ra cuan­do el lo­bo fe­roz dio el zar­pa­zo fi­nal?
So­le­dad, So­le­dad... per­di­da en la no­che, pi­dien­do au­xi­lio con gri­tos sin voz. So­le­dad con mil ca­ras y nin­gu­na, in­ten­tan­do bur­lar a la muer­te, in­ten­tan­do sol­tar­te de las ma­nos del ase­si­no que per­pe­tra el ho­rror.
Tal vez en al­gún ca­fé al­guien di­ga que lo pro­vo­cas­te.
Tal vez en al­gu­na ca­sa al­guien di­ga que eras es­pe­cial. Sin po­ner­le pa­la­bras a ser es­pe­cial.
Tal vez en al­gu­na es­qui­na al­guien ha­ble de la pa­sión del agre­sor po­nien­do una do­sis de ro­man­ti­cis­mo a un cri­men que de apa­sio­na­do y ro­mán­ti­co no tie­ne ni un pe­lo.
Tal vez ma­ña­na ya na­die se acuer­de de ti. Co­mo si nun­ca hu­bie­ras exis­ti­do, co­mo si nun­ca te hu­bie­ran gol­pea­do, co­mo si nun­ca te hu­bie­ran ma­ta­do.
Cuan­do nos en­te­ra­mos de al­gún fe­mi­ci­dio, ce­rra­mos la puer­ta que da a la ca­lle con dos vuel­tas de lla­ve, nos pre­pa­ra­mos un té ca­lien­te y a ve­ces has­ta ele­va­mos una ora­ción de agra­de­ci­mien­to por­que es­ta­mos bien.
Cuan­do sa­be­mos de al­gún fe­mi­ci­dio, se­gui­mos la ru­ti­na sin que­rer sa­ber, por­que sa­ber sig­ni­fi­ca com­pro­mi­so, cam­bio, ac­ción.
So­le­dad con mil ca­ras y nin­gu­na.
¡Cuán­ta im­po­ten­cia! ¡Cuán­ta hi­po­cre­sía! ¡Cuán­ta So­le­dad!

Ali­cia Pe­res­sut­ti

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