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Las mil caras
de Soledad
Casi no me siento a escribirla. Quizás porque una angustia sorda me ahoga las palabras. Quizás porque siento la culpa de no haber hecho nada. Quizás porque siento que las leyes no alcanzan.
Entonces el perro de la vergüenza me lame las rodillas y acomodo la birome -de oferta- para garabatear lo que me salga.
Y la pienso. La pienso desesperada tratando de escapar rasguñando la tierra, tratando de correr lejos de quien antes fuera su amor y en algún momento se transformó en un monstruo.
Un lobo feroz intentando morderle el corazón, intentando arrancarle la vida.
Un monstruo dispuesto a matarla antes que dejarla ir.
"Si no eres mía no eres de nadie". "Yo soy tu dueño". "Ninguna mujer va a dejarme". "Sin mí no sos nada". "Sos una p... de mierda". "Las mujeres son todas iguales".
Y la pienso. Rogándole que la deje vivir para volver a abrazar a su bebé, para volver a hamacarse en la plaza del barrio.
La pienso con sus ojos húmedos y el rostro desencajado por el espanto, sabiendo que el lobo va tras ella -tras su presa- y no va a detenerse hasta el final. Y ella ahí -aterrada- intentando burlar a la muerte, intentando esconderse del asesino sin encontrar un solo hueco donde acurrucarse.
La pienso en el frío de la noche, con los cabellos revueltos y la ropa hecha jirones. Con un presentimiento atroz recorriéndole la médula, helándole los huesos.
La pienso de rodillas, con la cabeza gacha, rogando un milagro.
Preguntándose, ¿cuándo? su amado se convirtió en un monstruo que sólo quiere beber de su sangre. ¿Por qué? tanto odio en ese ser que decía adorarla.
La pienso -inevitablemente- con sus ojos castaños, alumbrando la noche, como faroles de campo.
Arrastrada hacia el final, ahogando los gritos en su garganta, sin poder soltarse de la telaraña del horror.
Tan sola como su nombre "Soledad", con su rostro de niña grande, envejeciendo años en segundos, viendo al reloj adelantar sus agujas de manera frenética, anunciando el final.
Tan sola con sus veintiocho años y sus sueños rotos -en mil pedazos- dejando lugar a un abismo sin fondo.
Soledad. Soledad. ¿Quién te acompañó en tu última hora cuando el lobo feroz dio el zarpazo final?
Soledad, Soledad... perdida en la noche, pidiendo auxilio con gritos sin voz. Soledad con mil caras y ninguna, intentando burlar a la muerte, intentando soltarte de las manos del asesino que perpetra el horror.
Tal vez en algún café alguien diga que lo provocaste.
Tal vez en alguna casa alguien diga que eras especial. Sin ponerle palabras a ser especial.
Tal vez en alguna esquina alguien hable de la pasión del agresor poniendo una dosis de romanticismo a un crimen que de apasionado y romántico no tiene ni un pelo.
Tal vez mañana ya nadie se acuerde de ti. Como si nunca hubieras existido, como si nunca te hubieran golpeado, como si nunca te hubieran matado.
Cuando nos enteramos de algún femicidio, cerramos la puerta que da a la calle con dos vueltas de llave, nos preparamos un té caliente y a veces hasta elevamos una oración de agradecimiento porque estamos bien.
Cuando sabemos de algún femicidio, seguimos la rutina sin querer saber, porque saber significa compromiso, cambio, acción.
Soledad con mil caras y ninguna.
¡Cuánta impotencia! ¡Cuánta hipocresía! ¡Cuánta Soledad!
Alicia Peressutti
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