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4 de Noviembre de 2012
Primera entrega
Leyendas y mitos urbanos locales
En esta entrega comienza a publicarse una serie de producciones literarias alusivas a acontecimientos misteriosos ocurridos en la ciudad, a cargo de docentes y alumnos del CENMA 96
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Luis Luján

 

LA LAGUNA MALDITA
(aportes de Ramón Marioni)
 
M uy cerca de la ciudad de Villa María, dirigiéndose uno por la calle Buenos Aires hacia el norte, a pocos kilómetros, se halla un pequeño paraje al que todos denominan “Las cuatro esquinas”. Ningún habitante del lugar puede precisar exactamente el origen del trazado de esta red vial porque pareciese que siempre estuvo allí. Lo que no han podido olvidar es el trágico suceso acaecido en una estancia, muy cercana a la intersección de las calles rurales que dan origen al paraje.
Comentan algunos oriundos de la zona que muy cerca de una estancia se halla una laguna de pequeñas dimensiones, la que suele escurrirse en tiempo de grandes sequías quedando convertida en una gran extensión de sal. Nadie se acerca a ese espacio, al que denominan “la laguna maldita”. La historia se origina cuando algunos peones de la estancia comenzaron a divisar, en varios anocheceres de luna llena, a una enorme oveja que aparecía siempre de noche en la comarca de esa laguna. Ellos comentaban atemorizados el hecho porque sostenían abiertamente que ese animal ovino provenía del mismo infierno.
Obviamente, esos relatos no lograron atemorizar al capataz, hombre rudo y buen cristiano, que, según se dijo, de niño había peleado en algunas batallas montoneras por la Rioja. El estaba seguro de que en algún momento se alzarían al aire las grandes hazañas escritas con su nombre. No le iba a temer entonces a las estúpidas supersticiones de los lugareños. 
Ese intrépido capataz, de nombre Ciriaco, por lo menos eso recuerdan bien los que aún suelen comentar de él, no pernoctaba en esa estancia. Lo hacía en otro paraje más alejado, Santa Rosa, porque allí había una capilla de la Virgen a la que él le rezaba cada noche de su vida desde que se asentó en esa región rural.
Cuando oyó por enésima vez sobre la aparición de la oveja en la laguna maldita, esperó la próxima luna llena y hacia la estancia partió. Llevó consigo la mejor jauría salvaje que tenía, su escopeta de dos caños, su facón y su rosario. Los peones y el encargado de la finca le rogaron a Ciriaco para que desistiera de la locura de pretender cazar la maldita oveja.
Nada convenció al tenaz capataz. Caían ya los últimos rayos de sol y el valiente cristiano partió hacia la zona de la laguna maldita. Esperó con su jauría la llegada de la noche hasta que la luna llena bañó su rostro. Con rosario en mano comenzó a desafiar a gritos a Satanás implorando la bendición de la Virgen hasta que hizo su aparición, súbitamente, la oveja del infierno. 
Los perros huyeron despavoridos hacia la estancia dejando solo a su amo montado en su equino. Este último corcoveó tratando de tirar de su montura al intrépido Ciriaco, pero el hombre lo dominó rápidamente. Y en esa desesperación por calmar al animal, no advirtió que el rosario cayó de sus manos, quedándole solamente la protección de sus armas.
La oveja era de un tamaño descomunal para un animal de esas características, casi del mismo tamaño que su caballo. Ciriaco velozmente echó a la cara la escopeta sacrílega y apuntó a la cabeza blanca de su oponente y éste desapareció inesperadamente e irrumpió en el lado opuesto. Apresuradamente el hombre, sin titubear siquiera, giró su cuerpo y apuntó nuevamente hacia la oveja del infierno. Esta volvió a esfumarse y reapareció en el anca del caballo y, con sus patas delanteras, abrazó la humanidad del capataz. 
El hombre, sumido en un estado pavoroso de temor, castigó al equino con intención de huir del lugar, pero la oveja no lo soltó a él. Eso fue lo último que vieron los peones hasta perderse de vista en los montes. A Ciriaco lo hallaron al día siguiente en el cerco de una chacra, a una legua de la estancia. No volvió a proferir palabras coherentes. Tenía sus facultades mentales tan alteradas que, después de siete días de reposo, falleció en el Hospital de Villa María.
Después de la próxima sequía que acabó con la laguna, no se volvió a ver otra vez a la oveja maldita. Durante años la sal pululó por la región afectando las cosechas. Algunos dijeron que la laguna se secó por obra del rosario de don Ciriaco que clausuró la puerta del infierno; lo cierto es que, actualmente, la laguna regresó a su cauce y nadie olvida aquel suceso. 
Tal vez alguna noche de luna llena, si alguien mira detenidamente hacia la laguna, podrá divisar algunos animales, pero si es una oveja de gran tamaño, los lugareños se persignan y continúan silenciosamente su camino sin ni siquiera hacer comentario alguno.
Luis Alberto Luján
_______________________________  
 
RUIDOS DE CADENAS
(aportes de Héctor Adrián Barale)
  
Villa María es una región urbana situada en el centro de la provincia de Córdoba, unida a la ciudad de Villa Nueva a través del río Ctalamochita, y está posicionada en una cuenca lechera. Existen muy cerca de la ciudad varios montes y lagunas naturales en donde se pueden realizar prácticas de caza y pesca.
Cierta vez se comentó entre sus habitantes que por allá, en el año 2000, muy cercano a nuestro tiempo, cuatro amigos se reunieron para planificar una salida de pesca y acordaron dirigirse a un campo de la zona rural de la ciudad, perteneciente al abuelo de uno de aquellos amigos, lugar que poseía un profundo lago en el que se podían pescar grandes carpas y dientudos.
La pesca en sí no era el objetivo, sino más bien la excusa perfecta para pasar juntos un fin de semana y disfrutar de la aventura.
Llegado el día pactado por ellos, partieron con gran entusiasmo hacia el lugar en un viejo y destartalado jeep. A los pocos kilómetros de la ciudad llegaron al sitio y se ubicaron muy cerca del lago, cuyo sector izquierdo estaba rodeado por un inmenso cañaveral de tacuaras.
El anochecer y el frío del mes de junio se hacía sentir, sin embargo, para los amantes de la pesca esto no resultó un inconveniente, sino por el contrario, la época ideal para esa práctica.
Rápidamente entre chistes y risas descendieron del andrajoso vehículo y se dispusieron a armar la carpa que les serviría de refugio a la hora de descansar.
Luego, colocaron las líneas en el lago y las dejaron allí para encender una fogata muy próxima a la carpa, que les serviría para darles calor y, además, con sus brasas, hacer el asado para cenar esa noche.
Tan pronto hubieron terminado de comer fueron a revisar las líneas y, al no encontrar aún nada en ellas debido a que éstas habían desaparecido, probablemente porque se las había llevado el lago, regresaron a la fogata y comenzaron a narrar cuentos e historias para amenizar la helada noche.
Uno de los jóvenes comentó que ese preciso lugar, muchísimos años atrás, había sido ocupado por un grupo de habitantes originarios, los comechingones.
Les contó que esa tribu era muy belicosa y utilizaba la palabra “comechingón”, razón de su nombre, como grito de guerra que incitaba a matar. Se colocaban collares de cuero y se pintaban el rostro, la mitad de rojo y la otra de negro, armándose de arco y flecha y también de bastones duros de madera, valiéndose, ocasionalmente, del fuego para incendiar el refugio de sus enemigos.
Estos eran altos y de figura espigada. Vivían en  chozas  semisubterráneas  construidas en pozos al ras del suelo, con pequeñas entradas. Agregó a su relato que se pensaba que por haber habitado allí ese pueblo, de vez en cuando se oían ruidos de cadenas arrastrándose por el suelo y hasta algunos gritos y quejidos como salidos de ultratumba.
Además, ese exacto terreno había sido tierra sagrada para los indígenas, ya que en él colocaban los restos de sus ancestros a descansar, los que no debían ser perturbados, pues entonces sus espíritus se levantarían molestos y desatarían su ira contra aquéllos que osaran importunar su descanso. Continuó diciendo que probablemente los espíritus de esos guerreros quedaron aún mimetizados con el lugar.
Curiosamente, cuando aún no había terminado el relato, el grupo de cuatro amigos vio que las cañas comenzaron a menearse y oyeron que algo o alguien se movía en medio de ellas.
Quedaron helados, estáticos, como petrificados, pálidos se miraban entre sí. Ninguno se animó a articular una palabra. Cuando hubieron transcurrido unos segundos y, aún sin escapar de aquel susto, uno de ellos se atrevió a preguntar a viva voz:
-¿Quién anda ahí?
Un gran silencio respondió la pregunta, que sólo fue cortado por el sonido de un ave nocturna. Nuevamente las cañas se movieron escuchándose pasos avanzando hacia ellos y ruidos de cadenas arrastrándose por el suelo.
Esta vez todos se miraron y, como unidos telepáticamente y al mismo tiempo, los cuatro corrieron hacia el viejo jeep para huir de aquel enigmático lugar abandonando sus pertenencias.
Cuando abordaron el rodado trataron de dar arranque, pero el motor no encendió. Con desesperación una vez más intentaron hacerlo arrancar, consiguiendo ahogar todavía más el motor.
Perplejos y atemorizados bajaron linterna en mano alumbrando hacia el cañaveral y observaron aterrados, a la altura de un metro ochenta o más del suelo, unos ojos rojizos muy brillantes que los observaban.
Despavoridos se dieron a la fuga buscando el camino de ripio que los conduciría de regreso. Enmudecidos, y sin atinar a nada más, corrieron y corrieron sin detenerse hasta llegar al final de un monte que circundaba el lago.
Después de haber quedado sin poder controlar más el aire en sus pulmones, ninguno tuvo el coraje de mirar hacia atrás ni de detenerse al menos por un segundo para poder descansar.
Con las primeras luces del amanecer llegaron a la casa de campo del abuelo. Eufóricos comentaron lo sucedido sin hallar una explicación racional. Por la tarde se dirigieron juntamente con otros vecinos al lugar y lo único que pudieron retirar es al viejo jeep porque no hallaron otras pertenencias.
El abuelo le reprochó a su nieto por haber perturbado la paz del lugar, sabiendo que se trataba de un espacio sagrado de los antiguos habitantes, y temía que sus espíritus buscasen venganza.
Se dijo que hasta el día de hoy no hubo quien se haya aventurado a retornar a ese extraño lugar. Lo cierto fue que un día después de esos hechos, el abuelo salió en búsqueda de Rafa, su caballo preferido, y jamás logró encontrarlo ni supo más de él.                                                
Rita Josefa Druetta y Yohana Nievas

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