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18 de Noviembre de 2012
A 100 años de la muerte de Bram Stoker
El creador de Drácula
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Escribe: Iván Wielikosielek


La sombra del vampiro

Hace cien años, en una pensión de mala muerte en Londres, moría Bram Stoker en la más absoluta de las miserias. Si por esos días un vidente le hubiese contado lo que pasaría con su “Drácula” poco tiempo después, lo hubiese tomado por una broma de humor negro digna de su personaje.
De hecho, desde la década del 20 hasta el presente se sucederían innumerables adaptaciones al cine y al teatro, incesantes reediciones de su novela traducida a más de 50 idiomas y el fabuloso premio que sólo otorga el público: la admiración incondicional al creador de uno de los mitos más universales de la historia humana.
Pero ¿quién fue Bram Stoker? ¿Cómo fue su vida? ¿Hay alguien que haya leído alguna otra de sus 17 novelas? ¿Es que hay alguien capaz de reconocerlo, por ejemplo, en una fotografía? Si hasta pareciera que mientras más famosa se hace su criatura, más anónimo se vuelve su creador; que mientras más luces de neón iluminan los cines en donde se estrena una nueva versión de “Drácula”, más sombras de olvido lo envuelven a él.
Y es que ese pareciera haber sido el precio fáustico pagado por Stoker: su propia alma a cambio de la celebridad. El Conde, además, le habría legado como compañía su sombra, esa con la que Bram Stoker hoy pena en los umbrales del vacío.

Vida de un escritor desdichado

Nacido en el seno de una familia de clase media en un pueblito cercano a Dublín (Irlanda) en 1847, una extraña parálisis lo tuvo postrado al pequeño Bram hasta los 7 años, edad en que recién aprendió a caminar.
Se dice que durante su convalecencia, su madre lo hacía dormir al abrigo de cuentos fantásticos y relatos estremecedores del tiempo de la peste irlandesa, época en la que varios enfermos eran enterrados vivos. Si a esto se le suma que la casa de los Stoker era vecina al cementerio de los suicidas (muchos de cuyos cadáveres eran atravesados supersticiosamente con una estaca de madera para que no escapasen de sus tumbas), se podrá entender mejor su imaginario.
Sin embargo, Stoker se convertiría en un muchacho normal y a los 20 años ingresaría a trabajar como funcionario, alternando esa práctica con trabajos de periodismo cultural. Pero su verdadera vocación era la literatura y a ella se consagraba por las noches escribiendo relatos románticos y fantásticos.
En 1876 se va a producir un vuelco en su apacible existencia: una compañía teatral proveniente de Inglaterra llega a Dublín a presentar “Hamlet”. Y Bram Stoker aplaude tan emocionado desde el palco y escribe una crítica tan apasionada, que el actor principal del elenco, mister Henry Irving, lo contrata como secretario y se lo lleva con él a Londres. Stoker presiente un futuro lleno de oro y gloria, tal como se lo promete el reconocido actor. Pero ese éxito y ese dinero no llegarán jamás, serán otras de las sombras con las que el joven escritor deberá aprender a convivir, como con otras acaso más tétricas que de a poco se avecinan.
Desde su llegada a Londres, Stoker le servirá incondicionalmente a su admirado Irving; enviará gacetillas a los diarios, redactará las reseñas y los programas, ayudará a armar y desarmar los decorados, será el brazo derecho intelectual y emocional del actor. Dos años después conocerá el amor y se casará con Florence Balcombe, una belleza de esos tiempos que había sido pretendida nada menos que por Oscar Wilde. Y aquí, con este acontecimiento, casi que podríamos decir que concluye la “vida feliz” de Bram. Sin embargo, aún no había escrito su obra cumbre.

Londres, la ciudad soñada por Stoker y el Conde

Así es que estamos en la capital inglesa. Pese a lo bien que van los negocios de Irving y su compañía, Stoker sigue percibiendo un sueldo de miseria. Ya ha nacido su hijo Noel y el hombre debe desdoblarse escribiendo ficciones para aportar un ingreso extra a su incipiente familia.
Por esas épocas, la literatura que más se consume en la Inglaterra victoriana es, sin duda alguna, la de terror. Entre ellas, una novela que influenciará muchísimo a Stoker: “Carmilla”, de Sheridan Le Fanu. Pero parece que al primer latido del Conde hay que buscarlo en una famosa indigestión de sopa de cangrejos que le produciría a su autor unas brutales pesadillas.
De todos modos, una obra tan monumental no es sólamente producto de un sueño, sino de mucha planificación, investigación y trabajo. En Londres, Bram Stoker se hace miembro de la “Golden Dawn”, una sociedad esotérica en donde se reúnen artistas, astrólogos, místicos e iniciados. Parece que es ahí donde el escritor conoce, en 1890, al erudito húngaro Arminius Vámbéry. Y este encuentro será, acaso, el más decisivo en la vida literaria de Stoker. Vámbéry le contará no sólo la historia del príncipe valaco Vlad Tepes (es decir, el Drácula real), sino la mitología vampírica de toda la zona de los Cárpatos. Las charlas fascinan a tal punto a Stoker que toma fervorosos apuntes en las elegantes mesas de los bares donde se entrevistan. Luego, apenas llegado a su casa, lee sin parar la historia de la Edad Media en Europa y la del Reino de Valaquia en la antigua Rumania.
Y aquello que había empezado siendo un relato breve o el pálido latido de un relato breve basado en su pesadilla, de a poco va tomando inmensas proporciones en busca de una obra monumental. Y Stoker tardará siete años en concluir y publicar su “Drácula”, ese libro que antes de conocer a Vámbéry iba a llamarse, simplemente, “Conde Wampyr”. Pero el nombre de aquel príncipe valaco ya no dejaba de darle vueltas en la cabeza durante todo el día. Y casi como una emboscada siniestra o un zahir maldito, lo persiguió hasta su muerte.
Sin embargo, en 1897, aquel libro llamado “Drácula” pasa sin pena ni gloria ante la crítica, tal vez atestada de novelas “de terror”. Y este es un gran golpe moral para Stoker. Por esos días, además, la salud del escritor empieza a empeorar producto de una vieja sífilis contraída junto a Irving en los prostíbulos de París. La situación de Stoker es crítica. Y cuando en 1905 fallece Irving, al corroborar que no le ha dejado ni un solo chelín en su testamento, se vuelve más crítica aún. Desesperado, intenta una adaptación teatral de su vampiro que sólo dura una noche en cartel y es un rotundo fracaso; mucho más todavía que el de su libro.

La llamada de la sombra

Y así llegamos hasta aquel 20 de abril de 1912, atardecer en que lo encontramos a Stoker sin dinero ni esperanzas, muriéndose en aquella pensión para desesperados. Allí, mientras agoniza, no deja de señalar un rincón de la pieza: “strigoi, strigoi”, repite sin cesar. Se trata de una palabra rumana que significa “espíritu maligno” o, simplemente, “vampiro”. Pero en aquel rincón no hay nadie o no se puede ver a nadie. “A lo mejor sólo sea una sombra”, le dicen. Pero esto, lejos de tranquilizarlo, lo estremece más aún.
Quizás se trata, precisamente, de la sombra del vampiro. Esa que ha venido a cumplir con el pacto: el autor pasará a la inmortalidad literaria y entrará en un ataúd, mientras que su criatura, muy por el contrario, dejará su cajón vacío para siempre dispuesto a ocupar un lugar de privilegio en el mundo cumpliendo con un viejo sueño, ese que sólo le pudo hacer realidad la pluma de un modesto escritor que lo admiró hasta la locura y le consagró su vida hasta el último suspiro.

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