Sus únicas armas sólo lanzan acordes. Sus historias sólo están entrelazadas por la amistad.
Habían pertenecido al mítico grupo pop “Los Diablos del Ritmo” hace más de cuarenta años, y en ellos quedó marcada a fuego la pasión por la música, y más aún el afecto mutuo.
Cuatro décadas pasaron con las diabluras en estado latente, hasta que un día, Osvaldo Tisera los llamó a todos para tocar en la fiesta de casamiento de su hijo, que le había pedido ese regalo.
Algunos habían seguido cerca de los instrumentos, otros consideraban a aquella etapa como algo definitivamente superado.
Se juntaron, comenzaron a ensayar, y actuaron en la fiesta de bodas, pero aquello que se había pensado para una única ocasión, finalmente se convirtió en un sagrado encuentro semanal.
Los veteranos artistas redescubrieron el placer de hacer música entre amigos.
Los martes por la noche, o los sábados a la tarde, o cuando se pueda, Tisera recibe en su casa de barrio Mariano Moreno a Julio Sánchez, Jorge Cabral, Omar Forgione, Juan Alberto Gudiño y Luis Loudet.
Entonces, guitarras, batería y voz se adueñan de la casa y traen al aire clásicos de siempre, como “Porque yo quiero”, de Adamo, “Un trotamundos” de Di Bari, o más recientes como “Resistiré”, de Arcusa y de la Calva, o canciones de los inolvidables Iracundos, o de Vicentico.
No hay planes para otra cosa que no sea tocar, cantar, discutir un poco y reírse mucho de sí mismos, sobre cómo se marca el tono, el punteo y esas cosas de los intérpretes.
“Los Diablos del Ritmo” marcaron una época a finales de la década del ‘60 amenizando bailes, y en su momento de más éxito actuaron hasta tres veces en la misma semana, luciendo sus sacos de lamé rojo con moño negro.
Desde el trío inicial compuesto por Gudiño, el extinto Roberto Coria y Elmo Rosina, hasta su disolución, los Diablos albergaron en sus filas a varios jóvenes de aquella época.
Central Argentino, La Luciérnaga, Alem, Ameghino y muchos pueblos de la zona conocieron de su estilo, influenciado por el Club del Clan y Los Iracundos, entre otros.
Luego, las responsabilidades familiares y laborales disolvieron el conjunto, que no buscó más suplentes, porque el requisito fundamental era “ser amigos”.
Cabral y Gudiño siguieron formando parte de diversas agrupaciones hasta el presente, pero otros vendieron su instrumento y se dedicaron a diferentes ocupaciones.
Ellos integran no sólo el pasado artístico de Villa María, sino el presente, y son una referencia para varios: para los que a los sesenta y pico no hallan sentido a sus días, y para los adolescentes que apuestan sólo al éxito y a obtener riquezas inmediatas con su oficio.
Un endiablado amor por la música, y un endemoniado culto a la amistad, pueden perdurar imperceptiblemente y florecer el día menos pensado.
Juan Carlos Seia