Se dice que las criaturas humanas al nacer son los seres más indefensos de la Naturaleza. Ellos necesitan del sostén de otros seres humanos para llegar a transformarse en personas adultas. Experiencias de científicos como Spitz, demuestran que sólo el alimentar, higienizar y cuidar a un bebé no es suficiente. Necesita del amparo materno, que quien construyó un nido en su cuerpo ahora lo remplace por sus brazos, dándole seguridad para afrontar el mundo exterior.
Todo infante necesita del ambiente cálido y sustentable que le brindan quienes ejercen la función materna y paterna. Los brazos que acunan también protegen y transmiten amor. Las caricias maternas posibilitan que el hijo se apropie de su cuerpo, que sienta que pertenece a esa familia y que es querido.
Cuando el niño logra el control motriz suficiente para erguirse y sostenerse sobre sus pies, llega el momento de bajar de ese espacio protegido, de separarse del cuerpo materno y empezar a andar. Poco a poco el pequeño se hace dueño de sus movimientos, de su corporalidad, del control de sus necesidades básicas y se apropia del lenguaje.
Como parte de este proceso natural y necesario, el niño incorpora el “no” como respuesta generalizada ante el entorno. Desde el punto de vista del niño, es oponerse a todo lo que se le dice que haga, a comer, a ir a dormir, a bañarse, etcétera. Aún las actividades que le agradan son negadas. De esta forma intenta demostrar que es otra persona diferente de la que los padres desean. Está construyendo una identidad, está diciendo “acá estoy yo”. Generalmente esta actitud desestabiliza a los padres, quienes se sienten angustiados y cuestionados en su autoridad.
Es en este momento, nuevamente, cuando el pequeño necesita los brazos que sostienen, pero unidos a palabras que le expliquen que está creciendo, que le brinden la seguridad de que continuará recibiendo afecto a pesar de haber cambiado. El acompañamiento de los adultos comprometidos en la crianza posibilitará, poco a poco, la transformación de estas conductas en otras más maduras, respecto al cuidado de sí mismo así como a su independencia.
A veces el nacimiento de un hermano modifica la estructura familiar contribuyendo a la aparición de conductas regresivas; también es común que en este período aparezcan “berrinches” como tirarse al suelo, llorar o gritar hasta conseguir lo que se quiere, que en realidad es el lugar perdido.
Posiblemente algunos padres angustiados en estas circunstancias, consulten a médicos pediatras o a otros especialistas en busca de medicamentos o estudios que expliquen estas nuevas conductas. Es importante que estos profesionales puedan distinguir en esta etapa, las conductas transitorias, características del desarrollo de la personalidad, de otras manifestaciones patológicas y no mediquen prematuramente al que es rotulado como “rebelde”, “malo” o “nervioso”.
No existen recetas para superar este período rápidamente, es necesario que los padres se armen de paciencia, que expliquen al niño qué esperan de él y por qué. Promoverlo hacia un lugar de niño mayor, valorando sus destrezas, suele ser una motivación importante para ellos.
En esta nueva etapa él necesita que se lo respete en su individualidad a la vez que se brinde un nuevo marco de seguridad a lo que hace, aquí el adulto debe decir “no”, pero no desde su deseo sobreprotector, sino desde la palabra que guía para crecer. Los límites a la conducta del niño, puestos desde los modelos adultos y sostenidos a pesar de sus “berrinches” son finalmente aceptados e incorporados como futuras normas de convivencia.
Servicio de Educación Temprana del Instituto Especial “Del Rosario”
Bulevar Alvear 68, Villa María