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22 de Noviembre de 2012
Barrio Centro este - Clelia Boggio de Estario
Centenaria y saludable
El 2 de diciembre de 1912 nació Clelia, una bella señora que está a punto de cumplir los 100 años. Fue la primera en usar la penicilina en Villa María y la primera mujer que se desempeñó como agente consular y que recibió la distinción honorífica como “Cavalieri”
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Clelia Boggio de Estario cumplirá 100 años el 2 de diciembre. Lo celebrarán con la numerosa familia que tuvo en Argentina - Clelia flanqueada por Tita y Liliana, sus hijas mujeres. Juan Carlos, el mayor, está en Córdoba capital donde es docente

Cle­lia An­ge­la Ca­te­ri­na Bog­gio de Es­ta­rio te­nía ape­nas dos años cuan­do es­ta­lló la Pri­me­ra Gue­rra Mun­dial. Su pa­dre, se vio afec­ta­do al con­flic­to du­ran­te tres años y con su ma­dre, re­sis­tie­ron co­mo pu­die­ron en un pe­que­ño po­bla­do ita­lia­no don­de vi­vían.

Pe­ro no se­ría jus­to em­pe­zar a ha­blar de Cle­lia des­de un con­flic­to bé­li­co de esa mag­ni­tud, por­que ella, quien en pocos días cumplirá los 100 años, apren­dió a “guar­dar” los ma­los re­cuer­dos pa­ra con­ser­var a flor de piel las bue­nas co­sas que re­ci­bió, aprendió a ce­le­brar la vi­da y dis­fru­tar de sus tres hi­jos, sus 10 nie­tos y sus 11 bis­nie­tos.
Con el pe­lo pla­ti­na­do sin tin­tu­ra, son­ri­sa na­tu­ral y unos pro­fun­dos ojos azu­les, nos re­ci­be en su ca­sa de ba­rrio Cen­tro es­te. Es­ta mu­jer me­nu­da y ele­gan­te, no apa­ren­ta pa­ra na­da ser ca­si cen­te­na­ria. “Creo que el se­cre­to es una co­mi­da sa­na, no fu­mar, no be­ber al­co­hol y dis­fru­tar de la fa­mi­lia”, di­ce, con sa­bi­du­ría.
Ade­más, en­tien­de que así co­mo aho­ra un gru­po de cien­tí­fi­cos avan­za en el des­cu­bri­mien­to del gen de la lon­ge­vi­dad, su fa­mi­lia de­be con­tar con ese gen. “Mi abue­la y bi­sa­bue­la mu­rie­ron con más de 90 años, en una épo­ca en que a los 50 ya eras an­cia­na”, afir­mó, asegurando que de existir ese gen, se­gu­ro lo tie­nen las Bog­gio.
Ade­más de la sa­lud fí­si­ca, ex­hi­be una lu­ci­dez in­te­lec­tual en­vi­dia­ble. Tam­bién le pre­gun­ta­mos cuál es el se­cre­to. “Leo en­tre sie­te y ocho li­bros por mes y ha­go pa­la­bras cru­za­das”, ad­mi­te, mos­tran­do la car­pe­ta que tie­ne co­mo ca­rá­tu­la el di­bu­jo que le re­ga­ló una bis­nie­ta, en la que, por or­den al­fa­bé­ti­co, va ano­tan­do to­dos los li­bros que lee. 
A los 8 años de edad, con sus pa­dres y una her­ma­ni­ta de on­ce me­ses, su­bie­ron a un bar­co des­de la des­vas­ta­da Ita­lia ha­cia Ar­gen­ti­na. Del via­je, en el que mu­rie­ron 13 per­so­nas -en­tre las que es­ta­ba su her­ma­ni­ta- só­lo re­cuer­da una es­ca­le­ra que la lle­va­ba a la En­fer­me­ría cuan­do se sen­tía mal.
Lle­ga­ron a Ar­gen­ti­na y de ahí, se ra­di­ca­ron por un cor­to tiem­po en La Pam­pa, pa­ra lue­go ve­nir a Vi­lla Ma­ría, don­de te­nían pa­rien­tes le­ja­nos.
“Era una ciu­dad de 6 a 7 mil ha­bi­tan­tes. No­so­tros nos ra­di­ca­mos en una ca­sa de la es­qui­na de lo que hoy es San Mar­tín y San Luis y era el fin de la par­te ur­ba­na Vi­lla Ma­ría. Si mi­ra­bas pa­ra el la­do del río, só­lo se veían ca­si­tas ca­da tan­to, co­mo si fue­ra un des­cam­pa­do”, re­cor­dó.
“Yo vi cuan­do el mer­ca­do cen­tral fun­cio­na­ba en la pla­za Cen­te­na­rio y cuan­do en la es­qui­na es­ta­ba to­da­vía el Ca­fé La Es­pe­ran­za. A no­so­tros, que ve­nía­mos de un pue­bli­to de 1.800 ha­bi­tan­tes (Ro­sas­co, Pa­via), pro­duc­tor de arroz, Vi­lla Ma­ría nos pa­re­ció en­ton­ces una gran ciu­dad”, di­jo.
Hi­zo la pri­ma­ria en la Es­cue­la Sar­mien­to (lue­go Ins­ti­tu­to Ri­va­da­via) y des­pués, con sus pa­dres, vol­vió a Ita­lia. “En Mi­lán hi­ce el se­cun­da­rio, me fal­ta­ban unas ma­te­rias pa­ra ter­mi­nar­lo  cuan­do nos vol­vi­mos a la Ar­gen­ti­na. Acá to­da­vía no es­ta­ba el úl­ti­mo cur­so del se­cun­da­rio y era im­pen­sa­do en ese tiem­po pa­ra una mu­jer ir a Cór­do­ba. Me que­dé con ga­nas de ir a la Uni­ver­si­dad, fue siem­pre mi sue­ño”, agre­gó.
 
Pro­gre­so
 
An­te sus ojos, pa­só el pro­gre­so del si­glo. Des­de la co­ci­na a le­ña al mi­croon­da, des­de las bo­te­llas de ba­rro pa­ra ca­len­tar la ca­ma a las ca­sas ca­le­fac­cio­na­das. “Ha pro­gre­sa­do mu­cho. Na­da fue de un día pa­ra otro, pe­ro si mi­rás pa­ra atrás, es in­creí­ble. A mí, lo que más me sor­pren­de es el ce­lu­lar. ¿Cuán­do ibas a ima­gi­nar es­tar co­mu­ni­ca­da así?”, di­ce es­ta mu­jer, que en­vía men­sa­jes de tex­to y por su­pues­to, tam­bién ha­bla por te­lé­fo­nos mó­vi­les. 
A In­ter­net, no se ha­bi­tuó. “Mi nie­to, que en­se­ña en la Uni­ver­si­dad, se ofre­ció pa­ra que apren­da. Pe­ro no qui­se, por­que me ima­gi­na­ba que me iba a qui­tar tiem­po de lec­tu­ra. Aho­ra es­toy arre­pen­ti­da”.
“El mun­do ha pro­gre­sa­do mu­cho, pe­ro si ten­go que des­ta­car al­go, creo que en la me­di­ci­na ha ha­bi­do una gran evo­lu­ción”, afir­mó. 
Cle­lia pue­de de­cir en car­ne pro­pia lo que re­pre­sen­tó esa evo­lu­ción en la me­di­ci­na. “A po­co de na­cer mi pri­mer hi­jo, ha­ce 74 años, tu­ve un in­fec­ción gra­ve. Ca­si un mes con fie­bre y no se me pa­sa­ba. El doc­tor Sco­pi­na­ro (el del cha­lé) me ha­bía hecho un ta­ji­to pa­ra que su­pu­ra­ra, pe­ro no fun­cio­na­ba. Un día, me di­jo: ´Hay un re­me­dio que tie­ne muy bue­na fa­ma en Europa y que aca­ba de lle­gar a Vi­lla Ma­ría´. Al otro día, no tu­ve más fie­bre”, cuen­ta, pa­ra ex­pli­car que fue la pri­me­ra pa­cien­te de ese mé­di­co en usar la pe­ni­ci­li­na, que ha­cía unos años se es­ta­ba usan­do en el Viejo Continente, pe­ro que en es­tas tie­rras, era to­da­vía des­co­no­ci­da.
Tam­bién tie­ne pre­sen­te a aque­llos mé­di­cos que sin mu­chos mé­to­dos de diag­nós­ti­co, sa­bían lo que el pa­cien­te te­nía. “Yo ya ha­bía te­ni­do mis dos pri­me­ros hi­jos y ha­bían pa­sa­do va­rios años. En una opor­tu­ni­dad, me sen­tí mal y lo fui a ver al doctor (Ama­deo) Sa­bat­ti­ni. El me di­jo que le va­ya po­nien­do nom­bre, por­que no es­ta­ba en­fer­ma, si­no em­ba­ra­za­da.”
Al mé­di­co que la asis­te ac­tual­men­te es el doc­tor Ita­lo De­lla­mag­gio­re. “Me aten­dió por pri­me­ra vez ni bien se re­ci­bió. Co­mo ve que soy lon­ge­va, es­pe­ro que no se arre­pien­ta de lo que me di­jo, por­que pro­me­tió no ju­bi­lar­se mien­tras yo sea su pa­cien­te”, bro­meó, re­cor­dan­do que esa fra­se la pro­nun­ció el pro­fe­sio­nal de la sa­lud ha­ce más de una dé­ca­da.
 
Pre­cur­so­ra
 
Cle­lia fue pre­cur­so­ra en ocu­par lu­ga­res que no es­ta­ban ha­bi­li­ta­dos pa­ra las mu­je­res. “Mi pa­dre fue pre­si­den­te de la So­cie­dad Ita­lia­na y vi­ce­cón­sul. Por nor­ma, a los 70 años, hay que re­nun­ciar a ese cargo. Cuan­do eso ocu­rrió, me de­sig­na­ron a mí”, di­jo, al re­cor­dar que fue la pri­me­ra mu­jer que se de­sem­pe­ñó co­mo agen­te con­su­lar en una épo­ca en la que te­nía que tra­mi­tar des­de pen­sio­nes pa­ra los que es­tu­vie­ron en la pri­me­ra gue­rra, has­ta ru­bri­car com­pras y ven­tas que se ha­cían en su país na­tal. “To­do eso lo hi­ce ad ho­nórem”, di­jo.
Fue fun­da­do­ra del Ins­ti­tu­to Dan­te Alig­hie­ri, don­de hoy, una de sus hi­jas es do­cen­te de ita­lia­no.
Tam­bién fue la pri­me­ra mu­jer en re­ci­bir la con­de­co­ra­ción de “Ca­va­lie­ri”, que es un re­co­no­ci­mien­to pú­bli­co de la Re­pú­bli­ca Ita­lia­na pa­ra re­com­pen­sar a los ciu­da­da­nos por los lo­gros ad­qui­ri­dos pa­ra esa Na­ción “en el cam­po de las cien­cias, las le­tras, las ar­tes, la eco­no­mía y en el ejer­ci­cio de los car­gos pú­bli­cos, y tam­bién en el de­sa­rro­llo de ac­ti­vi­da­des pú­bli­cas de ca­ri­dad y con fi­nes so­cia­les, fi­lan­tró­pi­cos y hu­ma­ni­ta­rios, así co­mo dis­tin­guir a aque­llos que rea­li­cen ser­vi­cios des­ta­ca­dos a lo lar­go de su ca­rre­ra ci­vil o mi­li­tar”.
“Lo úni­co, que co­mo siem­pre tra­ba­jé ad ho­nó­rem, nun­ca pu­de con­se­guir la ju­bi­la­ción ita­lia­na”, la­men­ta.
 
El presente de Clelia
 
Des­pués de ha­ber vi­vi­do co­mo hi­ja úni­ca, Cle­lia dis­fru­ta hoy de su fa­mi­lia. Al cui­da­do de El­ba (Ti­ta) a quien le re­cla­ma que no la de­ja “ni la­var las ta­zas”, tie­ne en sus tres hi­jos (ade­más de Ti­ta, Li­lia­na, am­bas do­cen­tes y Juan Car­los, doc­tor en Me­di­ci­na y pro­fe­sor en la Uni­ver­si­dad) los que so­ñó.
A ellos, le su­man la ale­gría de los nie­tos y bis­nie­tos “que me quie­ren mu­cho” que se reú­nen en tor­no a la me­sa fa­mi­liar que so­ñó des­de su in­fan­cia.
Su vi­da co­ti­dia­na pa­sa por las char­las, la lec­tu­ra y a la no­che, al­go de te­le­vi­sión. “Mi hi­ja me re­ta por­que veo in­for­ma­ti­vos. Cuan­do no me al­can­zan los de acá, mi­ro los de Ita­lia y Es­pa­ña”.
Pe­ro a pe­sar de las ma­las no­ti­cias, ella ya apren­dió. En su tra­yec­to cen­te­na­rio, ar­chi­vó lo peor de la his­to­ria y vi­ve el pre­sen­te con una son­ri­sa, ate­so­ran­do lo me­jor que la vi­da le dio.

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