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2 de Diciembre de 2012
"Los siete locos", novela de anticipación
Roberto Arlt, inventor del existencialismo
Desde una ciudad del sur del mundo, sin ninguna importancia para Europa, un muchacho escribía, en el año 1929, una novela que se adelantaría a “La Náusea” de Sartre: “Los siete locos”
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Portada de "Los siete locos". En las fotos siguientes, Roberto Arlt, la tapa de "La náusea" y Jean Paul Sartre

Pocos años después, Sartre sería seleccionado para el premio Nobel (que rechazaría) y Arlt ganaría un modesto tercer premio municipal, cuyo dinero perdería, una vez más, en uno de sus inventos con los que buscaba hacerse millonario.

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La angustia de vivir en las ciudades, el derrotero gris de esos seres anónimos que arrastran sus frustraciones y sueños entre una multitud indiferente, el Vía Crucis cotidiano que apenas ilumina ese par de ojos cuya luz más potente se fue extinguiendo en el galpón de una fábrica o en la sordidez de una oficina. Y sobre todo esa imposibilidad absoluta de habitar religiosamente la Tierra como debiera ser el propósito fundamental del hombre que se concibe como hijo de la divinidad. De todos estos puntos dio cuenta, de alguna manera, el Existencialismo; ese movimiento literario y filosófico que, al decir de su mayor exponente, Jean-Paul Sartre (1905-1980) “es un humanismo”.
La obra cumbre del escritor y del movimiento, “La Náusea”, apareció publicada en 1938 por la editorial Gallimard, y revela un estado de alma desesperante como producto de un tipo especial de angustia: la del Siglo XX entre guerras. 
“¡La cosa anda mal, muy mal! Otra vez la suciedad, la Náusea. Y una novedad: me dio en un café. Los cafés eran hasta ahora mi último refugio porque están llenos de gente y bien iluminados; ni siquiera me quedará este recurso; cuando me vea acosado en mi cuarto no sabré a dónde ir”.
Hete aquí un extracto del diario de Antoine Roquentin, el alter ego de Sartre con muchas coincidencias con su autor: ambos son hombres solteros, de unos treinta años y que viven de rentas y en completa soledad en una ciudad francesa. Allí, ambos trabajan meticulosamente en la escritura (en este caso, la biografía de un aristócrata del Siglo XVIII; el Marqués de Rollebon). Pero en su cuaderno de notas, Roquentin no puede dejar de transcribir los síntomas de esta enfermedad espiritual que lo aqueja.
La obra de Sartre marcará una época y servirá de símbolo literario a una idea filosófica: el absurdo de existir en una sociedad sin metafísica ni grandes propósitos. A tal punto fue importante el movimiento iniciado por Sartre, que en 1964 es seleccionado para recibir el premio Nobel de Literatura que rechaza; como si ese montón de plata no fuera demasiado importante para él.
Sin embargo, los temas que constituían la mayor originalidad de Sartre, ya habían sido abordados una década atrás de manera demoledora y brutal por un joven colega de otras latitudes, un argentino absolutamente desconocido para el gran público internacional y subestimado en su propia patria: Roberto Arlt.
Corría el año 1929 en Buenos Aires. La ciudad crecía a pasos agigantados convertida en una Babel de inmigrantes italianos, españoles, árabes, judíos, rusos, polacos, alemanes y yugoslavos. Por esos días, uno de los medios gráficos de mayor llegada popular era el diario “El Mundo”. Y la columna más leída de ese diario eran las “Aguafuertes porteñas” de Roberto Arlt; viñetas literarias que mezclaban de forma cáustica y caótica la crónica periodística, el costumbrismo fantástico y el relato clásico. Hasta ese momento, Arlt sólo había publicado una pequeña novela iniciática: “El juguete rabioso” (1926). Y aunque había recibido excelentes críticas, aún no formaba parte del canon literario porteño ni por asomo. Sin embargo, ese año, el escritor tenía un proyecto mucho más ambicioso y lo quería presentar para un premio municipal de Buenos Aires. Se trataba de una novela muy compleja que, además de tocar puntos clave de la construcción (y destrucción) de nuestro país, ponía en el tapete la actualidad de la condición humana como pocos escritores lo habían hecho hasta el momento. Por tal motivo, pidió dos meses de licencia en la Redacción del diario, que le fueron concedidos. Y es en ese lapso, Arlt concluirá “Los siete locos”; obra que un año después continuará en una segunda parte titulada “Los lanzallamas”.
Pero lejos de lo que imaginaba su autor, “Los siete locos” alcanzaría un pálido tercer puesto en aquel concurso. Sin embargo, con el paso del tiempo, la obra se convertiría en una de las novelas más importantes de todos los tiempos no sólo de Argentina sino de Lationamérica toda. Pero a esto, Roberto Arlt no lo vería jamás.
El personaje principal de “Los siete locos” se llama Augusto Remo Erdosain; y como pasa con el Roquentin de Sartre, tiene muchos puntos en común con su autor. Como Erdosain, Roberto Arlt es un trabajador, un hombre de pantalones gastados que sale cad­a día de su vida a buscar la noticia o producir el aguafuerte que le permita comer. Y al igual que su personaje, Arlt también tiene una familia, ha contraído deudas, vive en una pensión y sueña con un invento que lo haga rico. Pero su objetivo mayor no coincide con el de Erdosain, ya que Arlt quiere, sobre todas las cosas, ser un escritor inmortal del tamaño de Dostoievski, a quien admira hasta el delirio. Pero al caer la tarde en Buenos Aires, el autor se embarca en amargos tranvías cuya tripulación está repleta de trabajadores cansados. Y en esos vagones crujientes sueña su literatura. A veces, una cuchillada de terror se clava en él, producto del desfasaje abismal (y animal) que existe entre sus anhelos y su día a día. Pero otras veces, esa literatura soñada lo hace caminar con una luz nueva en los ojos; como si resucitara.

La cortina de la angustia
 
Ya en las primeras páginas de “Los siete locos”, Arlt escribe a propósito de las caminatas depresivas de su personaje: “Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain la zona de la angustia. Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se la representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos (…) Esta zona de la angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios…” 
Pero no sólo en el relevamiento de la angustia en la ciudad como un gas venenoso se adelantó Arlt a su colega francés, sino también en revelar “la muerte en el alma”. De hecho, en un pasaje de “Los siete locos”, puede leerse “¿quién sabe lo que ya había muerto en él? Sólo perduraba para su sensibilidad una conciencia forastera de lo que le había ocurrido”. También en la melancolía como un síntoma: “Y apareció en él la angustia, pero tan poderosa, que de pronto Erdosain se tomaba la cabeza enloquecido de un dolor físico”.
“El terror en la calle”, “Capas de oscuridad”, “Trabajo de la angustia”, “El sentido religioso de la vida”, “Un alma al desnudo”; hete aquí algunos nombres de capítulos de “Los siete locos” y “Los lanzallamas” que muestran de manera inequívoca los temas que obsesionaban a Arlt. Pero tras su muerte, acaecida en 1942 a los 42 años, el escritor fue enterrado en cuerpo y obra. Y sólo sería exhumado veinte años después, producto de un tremendo malentendido. En efecto, al rescate de Arlt lo realiza, en gran parte, la joven izquierda argentina como “escritor político”, ya que su obra había anticipado el golpe militar que sufriría Yrigoyen un año después y daba cuenta de la fragilidad de un gobierno para ser derrocado por huestes revolucionarias, gaseadas con gas mostaza (de ahí el nombre de “lanzallamas”). 
Pero desde su resurrección y puesta en valor para el público masivo, Arlt no dejó de tirar por tierra todas las etiquetas que intentaron encasillarlo. Fue muchísimo más que un escritor “político”, ya que su obra involucra al hombre en su totalidad, a su modo de existir en la Tierra y al modo en que intenta la felicidad en un siglo sin “sentido religioso de la vida”.
 
Triste, solitario y final
 
Roberto Arlt vivió y murió como periodista. Casi podría decirse que en vida, sus novelas no tuvieron repercusión en las altas esferas de la literatura argentina. Sin embargo, su obra fue tan original y premonitoria como un oráculo.
Acaso, de haber sido parisino con muchos contactos con la “inteligentzia” de Saint-Germain-de-Prés, Arlt se hubiera hecho merecedor de un premio Nobel o de un premio Gallimard de novela, al que seguro no hubiera rechazado. Pero no fue así. Su tercer premio municipal fue su orgullo. Con él ganó algo de dinero y lo invirtió, una vez más, en uno de sus inventos: unos cancanes para mujer con punta y talón de goma. Era uno más de esos proyectos que pensó que un día lo harían millonario. 
Quizás nunca supo que, sin quererlo, también había inventado el Existencialismo anticipándose una década a los franceses de traje y conferencias multitudinarias; pero nunca patentó esta creación, como sí hizo con las medias. De haberlo hecho, en algún banco universal le hubiesen pagado  a él y a sus descendientes las regalías por cada obra inscripta dentro de esa tradición. Y al día de hoy tendría un porcentaje por cada libro vendido de Jean-Paul Sartre y de Albert Camus, de Pierre Drieu la Rochelle y de Michel Houellebecq y acaso también del grandioso Louis-Ferdinand Céline. 
A su otro objetivo en la Tierra, a su inmortalidad literaria, ya la había conseguido sobradamente con “Los siete locos” y “Los lanzallamas”, con esas páginas febriles donde personajes como él, angustiados y llenos de sueños en el tranvía ovárico de las ciudades, son descriptos con infinita misericordia desde su más inmenso talento.
 
Iván Wielikosielek


 

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