Escribe: El Peregrino Impertinente
Cuando a uno le dicen “turismo médico” lo primero que se le viene a la mente es un colectivo con forma de supositorio cargado hasta el moño de doctores. Sin embargo, y por más extraño que parezca, se trata de otra cosa.
El término hace referencia a una modalidad muy en boga en estos tiempos: mezclar vacaciones con salud.
Vamos a ver si nos entendemos. Supongamos que, jugando, su hijito Francisquito le parte un martillo de tres kilos en la rótula ¿A dónde va a ir a atenderse? ¿Al dispensario de Barrio Los Olmos? Por favor. Lo que tiene que hacer es tomar un avión e ir a ver un cirujano en Cartagena de Indias.
Le meten un poco de mano en los tendones, los ligamentos y todas esas cosas espantosas y al otro día ya está tirado en la playa tomándose un mojito con daiquiri servido en una sandía. Es la combinación perfecta de viaje y tratamiento médico. La actividad encuentra respaldo en diferentes argumentos, pero sin dudas es el económico el más poderoso de ellos.
Trasladándose a otros países, el ciudadano común puede reducir los costos sanitarios de manera significativa. Y con lo que se ahorra, aprovechar para recorrer las bellezas del lugar. Desde un quiste renal hasta una cirugía de nariz. Desde una operación de caderas hasta un trasplante de codo. Cualquier visita al taller viene bien para pasear un poco.
Así las cosas, no es de extrañar que nuestro país sea un referente de este tipo de turismo. Tarifas muy por debajo de las del primer mundo y profesionales altamente calificados son razones que alcanzan y sobran para generar convocatoria.
Provenientes de toda Latinoamérica y de países como Canadá, Estados Unidos o España se calcula que Argentina recibe unos 11 mil “turistas de salud” por año.
Cada uno de ellos gasta entre 900 y 1.300 dólares diarios. Dinero que se va fundamentalmente en cabarés, carreras de caballos y whisky del bueno.
Lo que sobra está exclusivamente destinado al paso por el quirófano.