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4 de Diciembre de 2012
El médico que debía aprender a preguntar
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Portada del libro de Carlos Presman

Apro­pó­si­to de ha­ber­se ce­le­bra­do ayer el Día del Mé­di­co, re­pro­du­ci­mos “Ra­mo­na”, un re­la­to de “Le­tra de mé­di­co 2” de Car­los Pres­man, li­bro edi­ta­do por “Raíz de dos”.

-Ra­mo­na, doc­tor, Ra­mo­na a se­cas.
Así co­men­zó nues­tra re­la­ción. Me fue a con­sul­tar por­que se pa­sa­ba el día to­man­do ma­te o agua y se­guía con una sed im­pre­sio­nan­te. De no­che se le­van­ta­ba ca­da ho­ra pa­ra ori­nar. Su ape­ti­to au­men­ta­ba día a día, co­mía de to­do, pe­ro le­jos de en­gor­dar ba­ja­ba de pe­so.
Por ese en­ton­ces, co­mo me en­se­ña­ra el maes­tro Pram­pa­no, usa­ba la mne­mo­tec­nia de las cua­tro p: po­li­dip­sia, po­liu­ria, po­li­fa­gia y pér­di­da de pe­so. Era un diag­nós­ti­co fá­cil: dia­be­tes de re­cien­te co­mien­zo.
Ra­mo­na ten­dría unos se­sen­ta años, era obe­sa e hi­per­ten­sa: to­do un clá­si­co de la con­sul­ta en el Hos­pi­tal Na­cio­nal de Clí­ni­cas. Po­dría ha­ber in­di­ca­do la die­ta, los con­tro­les de glu­ce­mia, un an­ti­dia­bé­ti­co oral y lis­to, pe­ro me que­dó re­so­nan­do el “Ra­mo­na a se­cas”.
-Así no­más pa­tron­ci­to, pa’ lo que man­de, Ra­mo­na.
No sa­bía dón­de ha­bía na­ci­do. La en­con­tra­ron aban­do­na­da en la Ca­pi­lla de la Vir­gen, en la es­tan­cia Ham­ba­ré de Al­pa Co­rral. Una fa­mi­lia adi­ne­ra­da de Río Cuar­to la lle­vó co­mo cria­da o em­plea­da, un eu­fe­mis­mo que por aque­llos años sig­ni­fi­ca­ba ser es­cla­va do­més­ti­ca. El res­to, lo pre­vi­si­ble, un sin­fín de hu­mi­lla­cio­nes y aban­do­no.
Tu­vo diez hi­jos y los crío a to­dos con gran de­di­ca­ción. En ca­da con­sul­ta ve­nía con uno dis­tin­to, que la acom­pa­ña­ba has­ta la sa­la de es­pe­ra. La asis­tían con un afec­to in­fre­cuen­te en fa­mi­lias tan nu­me­ro­sas y de tan es­ca­sos re­cur­sos. Si el di­cho es: una ma­dre cría diez hi­jos y diez hi­jos no cui­dan una ma­dre, Ra­mo­na era la ex­cep­ción. Con las con­sul­tas fui apren­dien­do de su vi­da y de có­mo ha­bía si­do ca­paz de so­bre­vi­vir su­pe­ran­do las ad­ver­si­da­des. Pa­ra la me­di­ci­na era un ejem­plo de re­si­lien­cia, tér­mi­no aca­dé­mi­co pa­ra de­fi­nir la sa­bi­du­ría de so­bre­vi­vir en las peo­res con­di­cio­nes. Pa­ra mí, era co­mo Me­tis en la mi­to­lo­gía grie­ga, la ol­vi­da­da dio­sa de la as­tu­cia y la pru­den­cia. Una dei­dad que con­ju­ga­ba la vi­ve­za crio­lla con la la­bo­rio­si­dad. Ra­mo­na uti­li­za­ba la ob­ser­va­ción, el gus­to, el ol­fa­to, el tac­to y la es­cu­cha al ser­vi­cio de su in­tui­ción, su se­ño­ra sa­bi­du­ría. Con­ta­ba só­lo con ella mis­ma. Cuan­do or­de­na­ba su es­ca­la de va­lo­res, la vi­da siem­pre que­da­ba pri­me­ra, a ella se afe­rra­ba y así ha­bía cria­do sus diez hi­jos. Por eso su fra­se re­cu­rren­te era: bas­ta con te­ner sa­lud.
Las con­sul­tas du­ra­ban mu­cho más de lo ha­bi­tual, en­tre que es­cu­cha­ba sus his­to­rias, la del hi­jo que la acom­pa­ña­ba y es­pe­ra­ba afue­ra, has­ta da­tos me­no­res de la vi­da en el ba­rrio. Siem­pre to­mé el re­cau­do de dar­le las ex­pli­ca­cio­nes por es­cri­to so­bre to­do en lo con­cer­nien­te a su en­fer­me­dad. Así, ella ha­bía apren­di­do el me­ta­bo­lis­mo de la glu­co­sa, el por­qué de los sín­to­mas, la ne­ce­sa­ria com­ple­men­ta­ción de ali­men­ta­ción equi­li­bra­da, la ac­ti­vi­dad fí­si­ca, el uso de los an­ti­dia­bé­ti­cos y la edu­ca­ción en el au­to­con­trol. Pre­gun­ta­ba de to­do con una in­sis­ten­cia per­ti­naz, co­mo que­rien­do me­mo­ri­zar ca­da pa­la­bra que le di­je­ra.
Sin em­bar­go, con­tra­di­cien­do los pro­nós­ti­cos, no an­da­ba bien. Sus des­com­pen­sa­cio­nes eran fre­cuen­tes y te­nía­mos que in­ter­nar­la pa­ra co­rre­gir las glu­ce­mias o tra­tar sus in­fec­cio­nes uri­na­rias a re­pe­ti­ción. Y eso que le da­ba to­do ano­ta­do, las in­di­ca­cio­nes mé­di­cas, las re­ce­tas pa­ra que le en­tre­guen los me­di­ca­men­tos gra­tis y to­das las die­tas im­pre­sas pa­ra que mi le­tra de mé­di­co no fue­ra un obs­tá­cu­lo. Lle­gué a pen­sar que es­ta­ba en­tran­do en una de­men­cia, una en­fer­me­dad de Alz­hei­mer, pe­ro sus hi­jos me con­fir­ma­ron que ja­más te­nía un ol­vi­do, que la ca­be­za de la ma­má era una com­pu­ta­do­ra.
Una ma­dru­ga­da la tra­je­ron en un co­ma dia­bé­ti­co. Con­se­gui­mos ca­ma en te­ra­pia in­ten­si­va y al in­ter­nar­la las en­fer­me­ras que la cam­bia­ron me tra­je­ron un ro­llo de pa­pe­les su­je­tos por una go­mi­ta. Pa­re­cía un fa­jo de bi­lle­tes, pe­ro eran to­das las re­ce­tas e in­di­ca­cio­nes des­de que se aten­día con­mi­go. Ama­ri­llen­tas las pri­me­ras, des­te­ñi­das y aco­mo­da­das se­gún la fe­cha de las con­sul­tas.
Mi pri­me­ra reac­ción fue de un eno­jo tre­men­do. Los mé­di­cos ten­de­mos a echar­le la cul­pa al pa­cien­te cuan­do las co­sas no an­dan bien. Por qué ra­zón no cum­pli­ría con el tra­ta­mien­to, y eso que to­ma­ba la pre­cau­ción de dar­le to­do pro­li­ja­men­te ano­ta­do.
Pen­sé que tal vez era la re­bel­día con­tra la en­fer­me­dad, o la re­sis­ten­cia, o la bron­ca por tan­tos años de pos­ter­ga­ción, o una for­ma en­cu­bier­ta, in­cons­cien­te, de no que­rer vi­vir.
Cuan­do sa­lió del co­ma fue lo pri­me­ro que le pre­gun­té:
-¿Qué hi­cis­te Ra­mo­na?, ¿te que­rés mo­rir?
Con la ca­be­za me di­jo que no y así, mu­da, co­men­zó a llo­rar a lo Ra­mo­na, a se­cas, co­mo con­te­nien­do las lá­gri­mas, sin es­tri­den­cias y sin ba­jar la vis­ta. Me­tí la ma­no en el bol­si­llo y le de­vol­ví el ro­llo de sus re­ce­tas e in­di­ca­cio­nes. Ella lo guar­dó sin de­cir na­da. Se fue de al­ta unos días des­pués y me di­jo “gra­cias por to­do”. Pen­sé que po­cas mu­je­res co­mo ella se afe­rra­ban con uñas y dien­tes a la vi­da. Se des­pi­dió con una ame­na­za:
-Ya va a ver doc­tor.
Pa­sa­ron me­ses sin no­ti­cias de Ra­mo­na. Pen­sé que el sus­to del co­ma y la te­ra­pia in­ten­si­va ha­bían lo­gra­do la ad­he­sión al tra­ta­mien­to que no ha­bía con­se­gui­do en de­ce­nas de con­sul­tas.
Vol­vió un vier­nes a úl­ti­ma ho­ra cuan­do ya es­ta­ba por ir­me. La re­ci­bí con afec­to. En ver­dad la ha­bía ex­tra­ña­do to­do ese tiem­po. Se la no­ta­ba ra­dian­te, más del­ga­da y con una ca­ra de sa­tis­fac­ción que no le ha­bía vis­to nun­ca.
Me­tió la ma­no en el bol­si­llo y me en­tre­gó un pa­pel do­bla­do en cua­tro. Mi an­sie­dad hi­zo que el tiem­po se me hi­cie­ra eter­no mien­tras lo abría. Es­cri­to en lá­piz, con le­tra co­mo de ni­ño, de­cía: “No sa­ber leer y es­cri­bir te pue­de cos­tar la vi­da”. Fir­ma­do: “Ra­mo­na”.
En ese ins­tan­te me in­va­dió una sen­sa­ción ex­tra­ña, una mez­cla de eu­fo­ria y de­sa­zón. Pen­sé que du­ran­te me­ses ella ha­bía rea­li­za­do un es­fuer­zo in­fi­ni­to y do­lo­ro­so pa­ra apren­der a es­cri­bir. Yo, con cul­pa y ver­güen­za, sen­tí que de­bía apren­der a pre­gun­tar.

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