Apropósito de haberse celebrado ayer el Día del Médico, reproducimos “Ramona”, un relato de “Letra de médico 2” de Carlos Presman, libro editado por “Raíz de dos”.
-Ramona, doctor, Ramona a secas.
Así comenzó nuestra relación. Me fue a consultar porque se pasaba el día tomando mate o agua y seguía con una sed impresionante. De noche se levantaba cada hora para orinar. Su apetito aumentaba día a día, comía de todo, pero lejos de engordar bajaba de peso.
Por ese entonces, como me enseñara el maestro Prampano, usaba la mnemotecnia de las cuatro p: polidipsia, poliuria, polifagia y pérdida de peso. Era un diagnóstico fácil: diabetes de reciente comienzo.
Ramona tendría unos sesenta años, era obesa e hipertensa: todo un clásico de la consulta en el Hospital Nacional de Clínicas. Podría haber indicado la dieta, los controles de glucemia, un antidiabético oral y listo, pero me quedó resonando el “Ramona a secas”.
-Así nomás patroncito, pa’ lo que mande, Ramona.
No sabía dónde había nacido. La encontraron abandonada en la Capilla de la Virgen, en la estancia Hambaré de Alpa Corral. Una familia adinerada de Río Cuarto la llevó como criada o empleada, un eufemismo que por aquellos años significaba ser esclava doméstica. El resto, lo previsible, un sinfín de humillaciones y abandono.
Tuvo diez hijos y los crío a todos con gran dedicación. En cada consulta venía con uno distinto, que la acompañaba hasta la sala de espera. La asistían con un afecto infrecuente en familias tan numerosas y de tan escasos recursos. Si el dicho es: una madre cría diez hijos y diez hijos no cuidan una madre, Ramona era la excepción. Con las consultas fui aprendiendo de su vida y de cómo había sido capaz de sobrevivir superando las adversidades. Para la medicina era un ejemplo de resiliencia, término académico para definir la sabiduría de sobrevivir en las peores condiciones. Para mí, era como Metis en la mitología griega, la olvidada diosa de la astucia y la prudencia. Una deidad que conjugaba la viveza criolla con la laboriosidad. Ramona utilizaba la observación, el gusto, el olfato, el tacto y la escucha al servicio de su intuición, su señora sabiduría. Contaba sólo con ella misma. Cuando ordenaba su escala de valores, la vida siempre quedaba primera, a ella se aferraba y así había criado sus diez hijos. Por eso su frase recurrente era: basta con tener salud.
Las consultas duraban mucho más de lo habitual, entre que escuchaba sus historias, la del hijo que la acompañaba y esperaba afuera, hasta datos menores de la vida en el barrio. Siempre tomé el recaudo de darle las explicaciones por escrito sobre todo en lo concerniente a su enfermedad. Así, ella había aprendido el metabolismo de la glucosa, el porqué de los síntomas, la necesaria complementación de alimentación equilibrada, la actividad física, el uso de los antidiabéticos y la educación en el autocontrol. Preguntaba de todo con una insistencia pertinaz, como queriendo memorizar cada palabra que le dijera.
Sin embargo, contradiciendo los pronósticos, no andaba bien. Sus descompensaciones eran frecuentes y teníamos que internarla para corregir las glucemias o tratar sus infecciones urinarias a repetición. Y eso que le daba todo anotado, las indicaciones médicas, las recetas para que le entreguen los medicamentos gratis y todas las dietas impresas para que mi letra de médico no fuera un obstáculo. Llegué a pensar que estaba entrando en una demencia, una enfermedad de Alzheimer, pero sus hijos me confirmaron que jamás tenía un olvido, que la cabeza de la mamá era una computadora.
Una madrugada la trajeron en un coma diabético. Conseguimos cama en terapia intensiva y al internarla las enfermeras que la cambiaron me trajeron un rollo de papeles sujetos por una gomita. Parecía un fajo de billetes, pero eran todas las recetas e indicaciones desde que se atendía conmigo. Amarillentas las primeras, desteñidas y acomodadas según la fecha de las consultas.
Mi primera reacción fue de un enojo tremendo. Los médicos tendemos a echarle la culpa al paciente cuando las cosas no andan bien. Por qué razón no cumpliría con el tratamiento, y eso que tomaba la precaución de darle todo prolijamente anotado.
Pensé que tal vez era la rebeldía contra la enfermedad, o la resistencia, o la bronca por tantos años de postergación, o una forma encubierta, inconsciente, de no querer vivir.
Cuando salió del coma fue lo primero que le pregunté:
-¿Qué hiciste Ramona?, ¿te querés morir?
Con la cabeza me dijo que no y así, muda, comenzó a llorar a lo Ramona, a secas, como conteniendo las lágrimas, sin estridencias y sin bajar la vista. Metí la mano en el bolsillo y le devolví el rollo de sus recetas e indicaciones. Ella lo guardó sin decir nada. Se fue de alta unos días después y me dijo “gracias por todo”. Pensé que pocas mujeres como ella se aferraban con uñas y dientes a la vida. Se despidió con una amenaza:
-Ya va a ver doctor.
Pasaron meses sin noticias de Ramona. Pensé que el susto del coma y la terapia intensiva habían logrado la adhesión al tratamiento que no había conseguido en decenas de consultas.
Volvió un viernes a última hora cuando ya estaba por irme. La recibí con afecto. En verdad la había extrañado todo ese tiempo. Se la notaba radiante, más delgada y con una cara de satisfacción que no le había visto nunca.
Metió la mano en el bolsillo y me entregó un papel doblado en cuatro. Mi ansiedad hizo que el tiempo se me hiciera eterno mientras lo abría. Escrito en lápiz, con letra como de niño, decía: “No saber leer y escribir te puede costar la vida”. Firmado: “Ramona”.
En ese instante me invadió una sensación extraña, una mezcla de euforia y desazón. Pensé que durante meses ella había realizado un esfuerzo infinito y doloroso para aprender a escribir. Yo, con culpa y vergüenza, sentí que debía aprender a preguntar.