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29 de Julio de 2008
Una historia de los años de plomo
Perejiles
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Ahora, que hace justo 32 años.
Ahora, que se ha
pronunciado la sentencia.
Ahora, que quienes
fuimos gobernados por el horror podemos sentirnos
revestidos de dignidad.
Ahora quiero volver a recordar la oportunidad en que caímos en sus manos.

25 de julio de 1976. Peugeot 504 azul destartalado acercándose por ruta nacional 9, en dirección norte-sur a ciudad de Villa María. Conduciendo la unidad, un hombre de entre 35 y 40 años, acompañado de cuatro jóvenes, tres masculinos y una femenina. Atención, control, cambio y fuera.
A cien metros de las vías del ferrocarril que cruzan muertas la ruta, patrulla del Ejército Argentino efectuando control caminero de rutina.
Automóvil Peugeot deteniéndose por orden de un soldado pero, sobre todo, de dos bocas de FAL, desviado hacia banquina derecha, bajando las cinco personas. Por indicación del oficial a cargo del operativo, son ubicadas al costado del camino, de frente al mismo y a una distancia de no menos de 10 metros una de la otra.
Oficial iniciando breve interrogatorio: primero el masculino conductor de la unidad demorada, responde preguntas breves y concisas efectuadas a 10 centímetros de su rostro.
Segundo la femenina.
Mientras espera su inminente turno, el tercero, un masculino de unos 22 años, de mediana estatura, cabello crespo, ojos pardo claro y bigotes, palidece en el frío de su propio sudor. Sus piernas toman nota de la circunstancia golpeteando lateralmente entre sí a la exacta altura de la rodilla, temblor que aumenta su frecuencia conforme se va acercando el oficial. Quizás es el instinto de supervivencia el que le hace girar la cabeza hacia atrás en busca de auxilio, pero su vista sólo encuentra la silueta de las cruces y mausoleos que asoman sobre los muros del cementerio “La Piedad”, justo a sus espaldas.
Cuando vuelve la cabeza, el oficial está frente a él. La mirada fija, fría, casi indiferente, le clava dos puñales paralelos que, saliendo debajo de la visera militar, entran limpios entre las cejas del muchacho.
- ¿De dónde vienen?
- De Córdoba. Capital.
- ¿A dónde van?
- A Bell Ville.
- ¿Qué van a hacer?
- Una obra de teatro.
Las imágenes vuelven nítidas después de 32 años.
Apenas dije “una obra de teatro” comencé a calcular la cuantía del disgusto que se dibujaría en la cara del oficial, conociendo lo refractario que eran los militares a “esa clase de artistas”. “Cuatro maricones y una puta” pensé que pensaría. Me equivoqué. Su cara reflejaba la alegría que un científico debe sentir ante la revelación de un descubrimiento inesperado, pero largamente buscado. El oficial tardó tres exactos segundos en revelarme lo que por años deseé nunca haber oído:
- Yo a usted lo conozco. Lo vi actuar en una obra hace unos años. Una obra medio rara. Se llamaba “El tren fantasma” o algo así.
(“El tren fantasma” fue representada por el elenco de Teatro de Grupo entre los años 1972 y 1973. Se trataba de una seca crítica al Gobierno militar de la época, al poder económico y al imperialismo. En la obra, el dueño del tren, en una noche de parque de diversiones, invitaba a los argentinos a “disfrutar gratuitamente de una travesía alucinante” que terminaba llevándolos al transcurso de tétricas “estaciones”: la explotación, la entrega al capital extranjero, la represión, la cárcel, la tortura. En la última “estación” una araña carnívora invitaba a los pasajeros: “Joven argentino: si tienes entre 5 y 95 años y vocación de servir a la Patria, ingresá a la Escuela de Oficiales del Tren Fantasma”)
“El tren fantasma”, repitió el oficial…¿recuerda?
- Sí.
- ¿Quiere que le diga una cosa? Esa obra no me gustó.
La frase del militar, sibilina, casi inaudible, pareció retumbar en cada rincón del descampado, de la ciudad, del mundo. Colarse debajo de puertas de cuarteles, comisarías y despachos oficiales. Llegar a conocimiento de autoridades civiles, militares y eclesiásticas, aparecer a grandes titulares en la prensa escrita, televisiva y radial. Provocar conciliábulos, corrillos gubernamentales, reuniones definitorias, donde se definirían medidas ejemplificadoras y se aplicaría todo el rigor de la ley, hasta las últimas consecuencias.
Comencé a soñar un destino. Un transporte en camión a la Fábrica Militar de Pólvoras y Explosivos, un interrogatorio, gritos, golpes, agua, 220 voltios, posterior traslado a otra unidad militar, esta vez desconocida y después el gris que torna a negro en la noche inacabable.
Desperté. El oficial discutía con mis compañeros:
El “dueño” del tren fantasma estaba vestido de militar. ¿eso qué significa?
(A coro, tono didáctico) -No. Nada. Así se viste un maestro de ceremonias en el circo.
- Pero parecía una crítica al Ejército.
(A coro, con aclaratoria cobardía) -No, no. En realidad criticábamos a las potencias foráneas.
- ¿Y siguen haciendo esa obra?
(A coro, con anfitriónica cordialidad) -No, señor, ahora estamos representando dos sainetes: “El teléfono” y “La máquina de escribir”, de Enrique Wernicke, autor nacional. Vaya a verla esta noche, está invitado. Sí, sí ( y a nuestros subconscientes les dio vergüenza agregar:¿vio que buena gente somos, que bien que nos portamos?)
- Está bien. Sigan viaje.
(respiración contenida…)
Pero ojo con lo que hacen. Yo esta noche los voy a ir a ver. Tengan cuidado.¿vieron lo que le pasó a Santuchito la semana pasada, no? Bueno: esta joda ¿saben cuando se va a terminar? cuando todos los que son como él, los simpatizantes y los indiferentes estén cinco metros bajo tierra. ¿entienden?
El Peugeot viajó en silencio los 55 kilómetros que separan Villa María de Bell Ville. No quisimos mirar hacia atrás. Sólo de vez en cuando cruzábamos alguna mirada para convencernos de que aún seguíamos con vida.
Esa noche cinco autómatas representaron correctamente dos inocentes sainetes argentinos, sabiendo que en la oscuridad de la sala podían estar abriéndose las puertas del infierno.
Pero nada pasó. O sí.
Porque aquella fue la última función de Teatro de Grupo. Sin meditarlo, discutirlo o decidirlo expresamente, fuimos de a poco espaciando los encuentros, los ensayos, posponiendo o suspendiendo funciones, viéndonos cada vez con menos frecuencia, refugiándonos en las modalidades del exilio: algunos en el estudio o el trabajo, otros en el matrimonio o el extranjero.
Todos en el silencio.
La parte de abajo de la cama.
Pasaron 32 años. Una pregunta, sólo una, anega nuestra conciencia:¿por qué nos dejó ir? Una orden de aquel oficial y los desaparecidos podrían haber sumado 30.005. Averiguamos algunos datos: que el oficial era de Inteligencia. Que sería de apellido Martínez. Que el grupo figuraba en listas negras.
Entonces, ¿por qué nos dejó ir? Una probable respuesta me atormenta y humilla más que la pregunta: nos dejó ir porque no nos consideró peligrosos. Porque a sus ojos de guerrero celestial que blande el inmaculado sable corvo de la pureza, cuatro maricones y una puta que chillan arriba de un escenario, eran apenas menos que un mal olor pasajero.
Eramos poca cosa.
Perejiles.
Por todo lo que pasó. Porque creo que, a pesar de aquel “desprecio castrense”, no fue en vano lo que edificamos para respetarnos desde el arte, una de estas noches haré esto: cortaré una rosa roja, iré a esa esquina de Alberdi en la que un chalé gris, silencioso y casi abandonado hace diagonal con la cancha de Belgrano, y con el tallo de la flor haré una trenza en sus rejas.
Allí vivió Germán Calafell, psicólogo, terapeuta y amigo de Teatro de Grupo, militante del PRT, muerto por la máquina del horror en aquel 1976, tal vez en el mismo momento en que sus compañeros de teatro zafaban cobardemente de un retén militar.

David A. Metral

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