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30 de Diciembre de 2012
Entrevista a Jorge "Gordo" Cabral
Violero en el hotel de los corazones destrozados
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Como un pensionista del Chelsea de Nueva York, Jorge Cabral me espera en el Hotel Colón, su nueva casa. Hermano directo en diseño y espíritu del viejo edificio newyorquino, el lobby de la posada villamariense no está preparado para recibir demasiadas visitas. Y es que a pesar de su amplitud gótica, sólo dos sillones en cuerina blanca destacan en un ambiente apenas iluminado por una mampara, esa contra la que se recorta la figura de Laura, la mucama que repasa los pisos. En uno de esos sillones y como un rock-star de paso por una ciudad anónima, se encuentra sentado el “Gordo” que ya no es más gordo, el guitarrista que también pasó por el tango y el cuarteto, el muchacho de 65 años al que todos creen conocer, pero al que acaso nadie conoció nunca, el hombre de familia que a juzgar por sus palabras se ha quedado sin familia, el ser que de tan centrado en el tiempo presente pareciera ya no tener recuerdos.
“¿Cuánto hace que estás viviendo acá, Jorge?”, le pregunto con timidez, tratando de no entrometerme en su vida privada. “¿Cuánto hace ya, Laurita?”, le pregunta el hombre a la chica que limpia. “Tres meses, Jorge”. “Tres meses”, me repite, como si me tradujera la frase de la chica del hebreo al castellano. Y entonces me cuenta de manera sintética y algo embrollada que en junio volvió de Israel donde viajó a visitar a su hermano, que algo pasó allá con su espíritu y que algo pasó acá con su “familia” y que por algún motivo ya no pudo seguir viviendo “en aquella casa”. Y sobre todo que algo le ha pasado a su salud y a sus nervios porque ha bajado 40 kilos, porque está como de paso por su ciudad natal y porque todo su equipaje se compone de un bolso y tres guitarras. Y al mejor estilo de los rockeros de antaño, su destino puede estar en cualquier sitio del mundo porque, ya lo cantaron Los Beatles: there´s a place.
“La verdad es que estoy pensando seriamente en irme a vivir a Israel con mi hermano, pero todavía no lo he decidido con claridad”, me dice. Y ésta será su primera confesión a lo largo de este reportaje. A la segunda confesión la dejará para el final. Acto seguido vendrán los recuerdos, esos que vivió como guitarrista y que contará como si no le pertenecieran. Vagamente le vendrá a la memoria una noche con “Los diablos del ritmo” tocando rockabilly en las escaleras de “Chak”, casi como en un filme de Humphrey Bogart. “Eso pasó el día que el hombre llegó a la luna ¿Cuándo fue?” me pregunta. “El 19 de julio de 1969”, le respondo. “¿Viste? Tiene que haber sido por esa época”. Luego, dará cuenta de la huella mental de un teatro en Paraná, de un hotel de varias estrellas en Santa Fe, de una gira por el sur del país con el grupo “Serpentina”, del que fuera guitarrista durante varios años. Y también de varios recitales en México, Paraguay, Brasil y Uruguay. Rememorará las veces que fue telonero de “Sandro y los del fuego” y la figura de un violero negro que acompañaba al Gitano y en un camarín de provincias le enseñó a tocar “el ritmo de Los Beatles”. Luego pasarán por su cabeza viejos salones de baile en los pueblos del interior, esos a los que fue a tocar con Mauro y Rubén Reyna, con el grupo local “Membrillo” y con “La carpita de los bandidos”, que según él “eso ya era pura joda pero andaba”. Y vendrán también las bailantas de Buenos Aires en los 90 donde compartió escenario con Ricky Maravilla, Lía Crucet, Adrián y los dados negros... 
“Yo siempre iba a tocar donde me pagaban. Quería ganar bien para comprarme los mejores instrumentos. Ahora mismo tengo una Fender Stratocaster y una Gibson Les Paul, las dos originales de Estados Unidos. Y todo por cobrar. Acá, muchos pibes se confunden y tocan gratis. Y a eso no hay que hacerlo jamás, porque después te usan y tocás gratis toda la vida”.
 
Musico todo terreno
 
- Viniendo del rock, ¿cómo te adaptaste al cuarteto?
- Me adapté porque el cuarteto siempre necesita de una guitarra y la tarantela también. Por eso toqué años con Mauro y con Serpentina, haciendo los dos estilos. A lo que nunca me pude adaptar es a la bailanta. Es una música que no tocaría ni loco, algo que me supera. 
- ¿Cómo era la villa rockera de fines de los 50 cuando vos empezaste?
- ¡No había nada! Estaba el Chori Soria, que es el papá del Kuki que el otro día lo vi. Está igual, hecho un pibe… El Chori es un músico excelente, un monstruo. Estaba él y “Los diablos del ritmo”, que después me llamaron para tocar con ellos. No mucho más. Yo al principio tocaba blues. Lo aprendí escuchando discos porque en esa época no te lo enseñaba nadie. Todos fuimos muy autodidactas. Nada que ver con los pibes de hoy. 
- ¿Son mejores los músicos de ahora?
- Mil veces mejores. Ahora los chicos están conectados, se pueden bajar manuales, ver recitales en vivo por Internet, escuchar la música que quieren. Y tienen una cabeza más abierta. Una vez “Cachito” Aiello me trajo un manual de blues de la escuela de Berklee, de Boston. Fue hace muchos años, pero para mí era como una revelación. Así y todo, por esos tiempos nos armamos un grupo con el “Negro” Morra y el “Gringo” Fonseca: “Los Moods”. Pero el rock acá no daba para mucho y me llamaron de “Los Teen Dobers”, de la ciudad de San Francisco. Como tenía parientes allá, me fui con ellos. Mi tío me había regalado la primera guitarra eléctrica y yo improvisaba todo el tiempo. 
- Y al poco tiempo Los Beatles dieron vuelta la música…
- ¡Y yo me enloquecí! Como me había vuelto a Villa María, con tres grandes músicos que son Héctor Tissera, el “Negro” Saldaño y Lucas Arregui, formamos el “Grupo 81” y hacíamos todos temas de Los Beatles. Pero ojo, que en ese tiempo no los hacía nadie ¿eh? Teníamos nuestro público, pero el proyecto no duró mucho. A mí me seguían buscando para tocar por ahí y yo iba siempre porque se ganaba bien y eso era lo que yo quería. Casi no dormía porque llegaba de tocar de los bailes a las 7 de la mañana y a las 8 ya tenía que abrir el negocio con mi hermano (la mítica librería Cabral). Durante mucho tiempo dormí una hora por día.
- ¿Y qué música escuchaste después de Los Beatles?
- Mucha música internacional. A mí siempre me gustó el jazz, el heavy y el blues, que es lo que más me gusta tocar. Mis guitarristas preferidos siempre fueron Eric Clapton, B.B. King, John Mc Laughlin, Al Di Meola, Steve Ray Vaughan…
Y a propósito de este último, Jorge cuenta una anécdota muy curiosa. 
“Por esos días del Grupo 81 yo había compuesto una canción y la hacíamos siempre en vivo. Tiempo después, escucho un disco de Steve Ray Vaughan y encuentro un tema que empezaba igualito que el mío. Mis compañeros me decían, Gordo, hacele juicio a ese loco que te llenás de guita (risas)... Pero mi tema sólo tenía de parecido el comienzo. Después nada que ver, porque Ray Vaughan empezaba a puntear y el tema era una maravilla. Ese loco tocaba como los dioses…”
 
El futuro, esa mujer de seis cuerdas
 
De los violeros de Villa María, Jorge nombra a boca de jarro y aún sabiendo que se olvida de muchos, a Cachito Aiello, Gustavo Rovira y Lucas Gómez. Los admira a todos, pero a pesar de su declaración sigue con un aire introspectivo, casi ausente. Entonces le pregunto por su futuro musical, humano, existencial. 
“Es difícil de responder a eso -dice y sonríe con una mueca de incertidumbre más que de alegría- no sé, querido, volvimos a armar ‘Los diablos del ritmo’ 40 años después y estamos tocamos para cumpleaños de 70, para fiestas, donde nos llamen. Y nos llaman mucho. Lo que pasa es que la gente está podrida de ver a un tipo con un tecladito o alguien que toca con pistas. Hoy quieren ver a cinco o seis monos en un escenario, como antes. Además, el sonido de una banda real es muy distinto. Como te digo, trabajo hay. También hay un proyecto de salir de gira por Uruguay con ‘Serpentina’; pero no sé, por ahí largo todo y me voy a Israel. Allá está mi hermano. Y él es mi única familia. Pero no me imagino nada sin la guitarra”.
Llega el momento de las fotos y le digo a Jorge que le quisiera sacar con la viola. “¿Con la Fender o la Gibson?”, me pregunta. “Con la que más te guste”, le digo. “Entonces con la Fender”, dice, y acto seguido llama a la mucama. “Laura, ¿me das la llave de la pieza? Vamos a hacer una foto con el muchacho”. La chica le pasa el llavero y me dice riendo “tenemos un pensionista famoso”.
La pieza de Jorge es la de un rock-star: guitarras por todas partes, un amplificador Marshall para tocar en la intimidad, afinadores, guitarras desarmadas (las arregla) y las paredes forradas con un póster de Serpentina y una vista aérea de Jerusalén. Y pienso que entre esos dos afiches estará la foto de su destino inmediato. Fuera de eso, en la habitación está lo mínimo y necesario de un hombre: un peine, un desodorante, dos o tres perchas. Como si mañana mismo el guitarrista tuviera que salir de gira e irse con lo puesto para tocar por los escenarios del mundo. Entonces se lo digo: “Jorge, vos realmente vivís como un rockero de los 60, uno de esos que paraban en el Chelsea Hotel en tiempos de Bob Dylan, Leonard Cohen y Jimmy Hendrix”. Y él, riéndose, me corrige: “Mejor dicho, vivo como un rockero de 2012 en el hotel de los corazones destrozados”, parafraseando un viejo hit de los Teen Tops que acaso tocaba con “Los Moods” en viejos bailes de la memoria. “¿Cómo es eso, Jorge?”, le pregunto. “Sí, querido, por ahí me deprimo porque estoy muy solo. Pero cuando eso me pasa, agarro la viola y ya está, me pongo bien enseguida. La viola es mi compañera, mi vida, mi futuro. Esa mujer de seis cuerdas que siempre está”.
 
Iván Wielikosielek 


 

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