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2 de Enero de 2013
Un triángulo imperfecto: Guillermina de Oliveira Cézar, Eduardo Wilde y Julio Argentino Roca
Amores con historia
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Guillermina de Oliveira Cézar

Escribe: María Elena Caillet Bois

Profesora de Historia
(Instituto del Profesorado Mariano Moreno, Bell Ville)
 
Licenciada en Historia
(Universidad Católica, Córdoba)
 
Diplomada Superior en Ciencias Sociales 
(Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Flacso, Buenos Aires)
 
Autora de varios libros como: Yo amo la historia, Hay otra historia II y III, Los argentinos, ¿por qué estamos como estamos?, Comprendamos historia 7, 8 y 9; Cómo enseñar historia y no quedar en el intento y Cambios paradigmáticos, entre otros. Coautora con el inolvidable Bernardino Calvo de Siglo XX, un siglo de desencuentros.
Autora de: El diario de la historia, publicado por LVI con motivo del Bicentenario.
 
Guillermina de Oliveira Cézar, Eduardo Wilde y Julio Argentino Roca, he aquí las tres aristas del triángulo amoroso que los tuvo como protagonistas y escandalizó a la pacata sociedad de la época.
 
“El amor tiene muchas formas.
Y en él se mezclan indiferencias,
rencores y sexo con pasiones incontrolables.
Pero a medida que pasa el tiempo, el amor se 
espiritualiza cada vez más.
Y lo que perdura en él son los valores del espíritu”.
Ernesto Sábato
 
 Como siempre, nos ubicamos en tiempo y espacio: fines del Siglo XIX, comienzos del Siglo XX, en Argentina se vive una situación casi irreal; por un lado el país crece de manera desmesurada, los campos se trabajan, los rieles surcan los caminos levantándose a su paso pueblos de inmigrantes dispuestos a trabajar por este país; por el otro, es el país de las dicotomías:
 
* Liberales en economía, pero de práctica democrática restringida.
* Educación gratuita y obligatoria (Ley 1.420), derechos para pocos.
* Crecimiento vertiginoso, pero con un modelo impuesto desde afuera, modelo, además, que no contempla las desigualdades regionales y profundiza las desigualdades sociales.
 
Hasta aquí, el contexto; ahora, los protagonistas:
Comencemos por la niña Guillermina, ya que sólo tiene 15 años cuando Eduardo Wilde (41 años) la hace su esposa. Pertenece a una buena familia,  pasa sus veranos en el Tigre con muchos hermanos y el padre piensa que Guillermina no está preparada para nada, ni siquiera para amenizar una tarde entre amigos tocando el piano.
Eduardo Wilde es viudo, médico, escritor, intelectual, con gustos exquisitos, le agrada la ópera y viajar por el mundo y, por si fuera poco, ocupa cargos de gobierno expectantes como ser ministro de Justicia e Instrucción Pública de Julio Argentino Roca en su primera Presidencia. Cuando pide la mano de Guillermina (costumbre ya perimida), promete a su padre convertirla en un ser culto y refinado. Para Eduardo, contrariamente a lo que se piensa en la época,  la mujer debe cultivarse en todas las áreas y cree que una mujer cultivada, dueña de sí misma, puede independizarse totalmente del hombre.
 
Por su parte, Julio Argentino Roca ostenta los blasones de haber sido el héroe de la campaña al desierto, presidente de la República dos veces y con una especial habilidad para tejer alianzas, de ahí su apodo de “el Zorro”. 
 
En su vida amorosa también hace honor a su apodo. De sus amoríos con Ignacia Robles en Tucumán ha quedado una hija, Carmen Roca; se casa con la cordobesa Clara Funes y fruto de esa unión es su hijo Julio Roca, pero... sigue siendo un conquistador; se habla de un affaire con la inigualable escultora Lola Mora y ya viudo, su gran amor será Guillermina.
 
Presentados los protagonistas, nos preguntamos: ¿qué lleva a Eduardo a ofrecerse como marido y educador de Guillermina? ¿Acaso la soledad? Sabe que ella no lo ama, que sólo cumple con el mandato paterno.
 
En Guillermina se mezcla la inocencia y el interés por una vida más plena. Quizás la entusiasme la idea de viajar, de aprender, de convertirse en alguien importante, como Eduardo, que parece saber todo de todo, que disfruta de una ópera, del teatro o escribiendo cuentos y artículos para la prensa.
 
“Amo los cielos claros, los pastos frescos,
los campos dorados, las delicadas manos,
las frentes amplias, las almas pulcras...”
Alfonsina Storni
 
El amor está ausente en esta relación o, por lo menos desde Guillermina parece más bien un intercambio de intereses: yo te educo, tú me acompañas en mis viajes.
 
Lo cierto es que Wilde cumple acabadamente con la promesa que había hecho; Guillermina es tierra fértil, joven, inteligente, todo lo absorbe: la belleza de los museos, la ópera, el teatro, los idiomas, puede hablar perfectamente francés, discutir con el embajador en inglés; las horas que Eduardo ha dedicado a su educación han dado su fruto con creces.
 
Guillermina también cumple, acompaña a su esposo por el mundo, pero... el corazón tiene su propio ritmo y será el gran amigo de Eduardo, Julio Argentino Roca, el que había sido padrino de su boda,   el que despierta el amor y la pasión en Guillermina, pasión que viven intensamente ante los comentarios escandalizados y adversos de la alta  sociedad porteña, incluso de las burlas; recordemos sólo un hecho: la escolta del presidente Roca es bautizada con el nombre de “Los Guillerminos”.
 
  Wilde parece no  reprochar este amor, Julio sigue siendo su amigo y Guillermina su incansable compañera de viaje. Sin embargo, los amantes se separan y es Roca quien lo decide. Presidente por segunda vez, no puede prestarse a los chismorroteos sociales.
Esa es la razón que lo lleva a tomar la decisión de enviar a Eduardo primero a Washington y más tarde a la legación argentina de Bélgica y Holanda.
 
Los esposos ahora viven en Bruselas, fin de las habladurías, pero... ¿renuncia al amor de Guillermina? Veamos... Hay un reencuentro pasional en Buenos Aires, cuando Guillermina viaja sola al entierro de su padre; a partir de ese momento, nuevamente la separación, Guillermina regresa a Bruselas.
 
Polvo de oro en tus manos fue mi melancolía,
sobre tus manos largas desparramé mi vida.
Mis dulzuras quedaron a tus manos prendidas,
ahora soy una ánfora de perfumes vacía.
Cuánta dulce tortura, quietamente sufrida,
cuando picada el alma de tristeza sombría,
sabedora de engaños, me pasaba los días,
¡besaba las dos manos que ajaban mi vida!
Alfonsina Storni
 
 Para Eduardo aceptar no significa no sufrir, la carta que escribe a su amigo, así lo demuestra.
 
“No deseo nada, sino lo imposible; no querría ser el hombre más poderoso de la tierra, lo que tal vez desearía es ser joven, sano, buen mozo, amado de una mujer joven y linda, queriéndola mucho a mi vez y contando con su fidelidad. Como eso es imposible, sobre todo lo último, no tengo que hacer nada en este mundo ni en el otro, puesto que no lo hay.
(Carta de Eduardo Wilde a 
Julio Argentino Roca. 
13 de setiembre de 1909)
 
Cuatro años más tarde, Wilde muere en Bruselas; las malas lenguas dan por sentado que Guillermina viajará a reunirse con su gran amor, sin embargo, ella no está dispuesta a aceptar el escarnio social, conociendo como conoce las habladurías que esa relación había desatado en la sociedad porteña. 
 
Guillermina, tal como lo preveía Eduardo, puede vivir sola, a pesar del terrible momento por el que atraviesa Europa en plena guerra mundial, guerra desatada por intereses espurios entre las grandes potencias. Actúa en la Cruz Roja en Bélgica y es condecorada  por su labor en Francia.
 
Cuando regresa a la Argentina, en 1920, muchas cosas han pasado; Julio Argentino Roca ha muerto en 1914 y había compartido sus últimos años con la rumana Hellene Gorjan, en su estancia La Larga.
 
El voto masculino, universal y obligatorio ha suplantado a la democracia restringida, el modelo agroexportador ha entrado en crisis y una nueva clase media comienza a tener notoriedad.
 
Guillermina funda la Confederación Nacional de beneficencia, publica las obras completas de Eduardo Wilde y dona los derechos a la Universidad de Medicina para que lo destine a un premio anual en nombre de su marido.
 
La pregunta obligada es ¿por qué remplazó al hombre que todo lo sabía por el que todo lo podía? ¿Habrá logrado esta niña-mujer ser dueña de su propio destino? A juzgar por lo sucedido, creemos que al final de su vida fue dueña de su destino; Eduardo tenía razón.

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