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6 de Enero de 2013
Sergio Montoya
Uno con el paisaje
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Sergio en su taller con algunas de sus obras

 

Pintor y dibujante, dirigió durante más de 20 años la Escuela de Bellas Artes Emiliano Gómez Clara. Jubilado de la docencia hace 5 y retirado en su casa de barrio Santa Ana, Sergio Montoya quiere volver a intentar la aventura del color y del viaje. Y por eso prepara su combi arrumbada, para hacerse al camino y llegar hasta las montañas; esas que siempre pintó con el fervor irrepetible de la primera vez.
 
Escribe: Iván Wielikosielek
 
Hay un olor a duraznos de su juventud que ya no volverá a sentir, un encuentro anual de pintores en Merlo (San Luis) al que ya no asistirá, el paisaje de un carro con caballos sacando arena del río que quizás fue el último cuadro que pintó. Y sobre todo hay un cúmulo de recuerdos de ese muchacho que hace medio siglo dejó su Bell Ville natal para estudiar pintura en la escuela Figueroa Alcorta de Córdoba. Un aula con muchachos dibujando modelos humanos, una clase con el maestro Gudinni, un afiche para autos pintado en la agencia publicitaria a las órdenes de Alfio Grifasi, y una ciudad a orillas del Ctalamochita que sería su destino final. 
Pero también hay una combi estacionada en el patio de su casa; como un barco encallado desde años en la arena. Un vehículo cuyas ruedas ya olvidaron el crujido del camino. Y es que en cierta medida, la vida de Sergio Montoya está como su combi y como toda su fabulosa pintura, “en un impasse”, según sus propias palabras; en un momentáneo punto muerto, atravesada por la incertidumbre y la melancolía o (como le escribiera Van Gogh a su hermano Theo) “atravesada por la muerte y la inmortalidad”. 
 “En marzo voy a cumplir 70 años, querido. Por eso te pido disculpas si me olvido de las cosas. En el último tiempo he tenido dos ACV y ya no soy el de antes”, se disculpa el maestro con una dignidad que conmueve. Está junto a su esposa Estela y su perro Rocco en el living de su casa. Y tiene puesto, como cada día de su vida, el viejo guardapolvo azul de pintor con manchas de óleo de otras épocas, su ropa de fagina como un soldado que se queda con el uniforme por si lo llaman con urgencia a la trinchera. Sin embargo, hace más de 5 años que Montoya no está en guerra con los colores. Y por lo que deja entrever, aún no sabe si volverá a ese fascinante campo de batalla que es un blanco lienzo. Tampoco sabe si volverá a entrar a un museo de Córdoba o si al salir volverá a comerse media mozzarella. Y a propósito de esto, el artista cuenta una anécdota: “La última vez que fui a Córdoba, entré a una exposición en la Casona Municipal. Y me quedé parado frente a un cuadro del Maestro Vidal como media hora. Había pintado unos duraznos que venían antes, de esos medios verdosos, con algo de amarillo y bermellón. Y te juro que me parecía que los estaba oliendo.  Me había olvidado cómo era aquel aroma, pero esa tarde lo recordé. Salí del museo y apenas llegué a la vereda, volví a entrar, nada más que para ver de nuevo esos duraznos. Hice eso como cuatro veces porque estaba seguro que era la última vez que vería ese cuadro en mi vida. Después me fui a comer a la pizzería San Luis, como cuando era un estudiante”…
 
El estudio del pintor
 
Y entonces, quizás a modo de ilustración de lo que ha sido su vida, Montoya me hace pasar a su taller. Se trata del garaje en donde no duerme su furgoneta, una estancia alargada con vidrios de color damasco por donde el sol entra con un silencio de catedral. Y allí descansan una decena de paisajes; la mayoría pintados en las montañas de Merlo o de Colonia Caroya, en certámenes a los que ya no volverá. Es toda la pinacoteca de la que dispone el maestro y todas las obras están a la venta. “Acá todos te regatean el precio. Es como si nadie supiera todo lo que hay que poner para pintar un paisaje”, comenta con tristeza. Y entonces se lo pregunto a él. ¿Qué hay que poner para pintar un paisaje, maestro? “Muchas cosas, querido… Para empezar, el sentido morfológico del cuadro, el planteo volumétrico y la perspectiva; pero no la que te enseñan en arquitectura sino la otra, la artística. Luego, el más puro sentido del color y finalmente, lo más difícil: la originalidad, el sello personal que diga que ese cuadro es tuyo y de ningún otro. Y eso no viene solo. Eso sólo se consigue siendo uno con el paisaje”.
Y entonces el pintor se explaya en anécdotas que conciernen a las profundas panorámicas que decoran su estudio: un puente de Pampayasta Sur que es igual al de la salida oeste de Villa María; las cabras que un pastor de Merlo les dejó afuera del corral para que él y sus alumnos las pudieran seguir pintando; los pinos azulados de Colonia Caroya levantándose casi como una nostalgia de los Alpes suizos en las sierras. “Todo lo que ves acá lo he pintado nada más que con cinco colores: amarillo limón, azul siam, magenta, blanco y negro. Estos te dan una combinación de colores infinita”, dice. Su declaración puede sonar algo increíble para quien mira sus cielos color turquesa o verde veronés, o sus montañas ocre y siena, o sus flores escarlatas manchando como gotas de sangre la fina alfalfa de los campos. Sin embargo, esa combinación es su más profunda convicción cromática, su mayor declaración de principios, su arte poética. A tal punto que su primera escuela de dibujo se llamó “Siam, magenta y limón”.
Y a ese respecto, el pintor comenta que aún tiene alumnos particulares; hombres y mujeres que vienen a su taller a aprender el uso del color y el misterio de la forma.
 
Colegas y discipulos
 
“Cada vez se dibuja menos, querido. No sé si es debido a la computadora o a qué; pero cada vez hay menos personas que se interesen por aprender y menos aún, personas que puedan enseñar a dibujar. Por eso estoy tan contento con mis alumnos, porque ellos tienen muchas ganas a pesar de todo” comenta. Y al respecto, de su inmensa lista de alumnos en la escuela de Bellas Artes, Montoya menciona a dos: Fabián Lencina y Pedro Tumas. 
“Fabián hizo mucho sacrificio para pintar, andaba mal de plata pero siempre se las arreglaba para comprar materiales. Ahora ha hecho una muestra fabulosa. Pedrito llevaba la pintura adentro. Casi que no hubo que enseñarle nada. Un gran pintor”.
A tal punto llega la admiración de Montoya por el arte de Tumas, que expusieron juntos en el Museo de Bellas Artes de la ciudad a fines de los 90. Sería la única vez que el maestro colgaría sus telas de forma pública “¿Por qué? Y… porque soy así, m´hijo…” dice con un dejo de humildad en la voz. “Y porque cuando vos hacés una exposición, el que te exponés sos vos. Y a mí nunca me gustó que me sacaran el cuero –confiesa-. Te digo la pura verdad”.
Al hablar de sus colegas villamarienses, el artista nombra automáticamente a Juan Massafra. “No tengo duda que es el mejor pintor de la ciudad; por su talento, porque nunca ha dejado de trabajar y por la gran persona que es”. Fuera de Massafra, Tumas y Lencina, ya no quiere volver a tocar el tema de los pintores locales.
Luego de recorrer la circular exposición de cuadros en su garaje, el visitante repara en las innumerables botellas de vino vacías que, de diversas formas y colores, se exhiben en altos estantes. Entonces le pregunto si es devoto del dios Baco o si guarda, a modo de suvenires, el estuche de viejos regalos etílicos. “No, querido… Es que me gusta mucho pintar botellas y transparencias. Se logran efectos muy buenos para los bodegones”, confiesa. Y de hecho, en el living del artista, dos botellas proyectan su ondulado reflejo sobre una tela a rayas. “Estuve meses pintando ese cuadro hasta conseguir el efecto que quería –comenta Montoya-. Soy muy metódico para pintar. Y hasta los manchones de pintura fuerte que ves en los paisajes están fríamente calculados. Nada es azaroso en mis telas”.
 
Invitacion al viaje
 
La otra cosa que llama profundamente la atención de su estudio, son unos pequeños muebles con cajones que él mismo está construyendo. Le pregunto si es para guardar las pinturas, las espátulas, los pinceles. “No, querido, estoy haciéndole la carpintería de la combi, poniéndola a punto. Después de mucho tiempo decidí que iba a dejarla impecable”, comenta. ¿La está por vender o se va de viaje?, le pregunto. “Lo segundo, querido”. Y cuando le pregunto por su recorrido, me dice que quiere ir hasta Salta a visitar a su hija, parando por los pueblos que le guste para pintar. Y ha trazado el recorrido: será por buena parte del viejo Camino Real, pasando por sus adoradas sierras de Córdoba, Jesús María, Colonia Caroya e Ischilín, donde viviera y pintara durante los últimos años de su vida su admirado Fernando Fader. Pero la cosa no termina ahí. Algo más queda en el tintero, o mejor dicho en la paleta sensible y humana de Montoya, un color más que trasciende el magenta, el siam y el limón de su poética; una tonalidad furiosa como una confesión final en escarlata. “Quería decirte, querido, que si esa combi estuvo tanto tiempo varada en el patio, no fue por desidia; sino porque me pasó algo y no la pude tocar”. Y entonces Montoya hace un silencio de respeto casi fúnebre antes de proseguir. “Es que además de mi hija, yo también tuve un hijo varón. Era discapacitado y con mi señora lo llevábamos en auto todos los días a la escuela. Hasta que un día, que nos tuvimos que bajar los dos y dejarlo solo un minuto, intentó salir y se nos cayó al suelo. Y dijimos los dos: esto no pasa nunca más. Entonces reunimos todos los ahorros y pudimos comprar esta combi para que no se cayera. Pero se murió a los diez días y nunca la pudo usar”.
Y aunque Montoya no lo dice directamente, uno adivina que su hijo es la parte del viaje también, la razón principal de la gira que está organizando por las montañas para llevárselo en espíritu a visitar a su hermana o a pintar con él en los amaneceres de Ischilín o a la luz de viejos atardeceres. Esos que parecieran revelar, en su contraluz de catedral, la presencia de las almas que más hemos querido; las almas que nunca nos dejaron en este viaje por la vida y nos acompañarán en ese otro, mágico y misterioso, que arrancará mucho más allá, donde la muerte no tendrá dominio.

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