Escribe: El Peregrino Impertinente
Viajando, uno también descubre deportes. Como el críquet, disciplina nacida en Inglaterra entre los siglos XIII y XVI, época en la que los esfuerzos británicos estaban concentrados en dos nobles objetivos: inventar jueguitos y planear la conquista del mundo. Se trata de un pasatiempo similar al béisbol, donde dos equipos de 11 jugadores cada uno se enfrentan turnándose en ofensiva (bateo) y defensiva (campo). Los partidos internacionales o “test match” duran cinco días, disputándose unas seis horas de juego por jornada. Dicho así, cualquiera se llevaría la impresión que el críquet es un tanto aburrido. Impresión equivocada: el críquet es aburridísimo.
No obstante, son varios los países donde el deporte goza de enorme popularidad. En Pakistán, India, Sri Lanka o Bangladesh, por ejemplo, la modalidad tiene tantos seguidores como Alá, Vishnu y el Buda juntos. La gente se vuelve loca cada vez que juega la selección o su club favorito, dejando en un segundo plano actividades menores como trabajar o ir a la escuela. Es cuestión que los agarre tres partidos seguidos como para mandar el PBI nacional a los abismos. En otras naciones, como Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, la misma Inglaterra y algunas ex colonias británicas del Caribe, el críquet es también muy seguido, aunque no en los niveles de los países del llamado “subcontinente indio”. Son lugares donde la gente se lo toma con más calma y, sobre todo, con muchísima más cerveza. Los espectadores pasan más tiempo mirando la jarra que la cancha. Comportamiento que hasta podría catalogarse como racional, teniendo en cuenta el bodrio monumental que significa presenciar un cotejo entero. El viajero incrédulo puede hacer la prueba y mandarse al estadio. A los 15 minutos le está pidiendo la hora al réferi.