ay personas que no pasan por la vida sin dejar huella. Ese es el caso del padre Hugo Salvato, quien modificó la faz del barrio San Antonio desde la Parroquia de San Ignacio, donde erigió las bases de su sueño de formar una “Comunidad Joven para la Gran Comunidad”.
A poco de cumplirse siete años de su muerte (falleció el 17 de marzo de 2006), el recuerdo vivo del cura Hugo sigue presente en la comunidad.
Tanto él, con su lenguaje que no ocultaba el origen italiano, como su obra, son parte de la historia y el presente del barrio.
Paolo Salvato, de Pieve di Curtarolo, se formó en el seminario de Erba, en el liceo Mondoví de Cúneo, y siguió creciendo espiritual e intelectualmente en Caravate y la Universidad de Laterano, en Roma.
Paolo de nacimiento decidió ser Hugo, el misionero de la pasión cristiana. Invitado por monseñor Deane, llegó en misión pastoral a estas tierras.
Y como lo afirma su biógrafo, el historiador Rubén Rüedi, “el padre Hugo Salvato hizo de su existencia un derroche de vida...”.
“Será un paradigma del hombre nuevo. Despojado de toda mediocridad que conlleva la vorágine mundana, fue construyendo un mensaje de grandeza humanista destinado a proyectarse en las generaciones venideras”, agregó.
Primavera del 65
El 27 de setiembre de 1965 Salvato llegó a Villa María. Comenzó su actividad como sacerdote en las Hermanas Rosarinas, aprendiendo el castellano.
Luego ingresó como capellán a la iglesia Catedral, donde consiguió que jóvenes de todas las clases sociales asistieran a las misas. Combinando la fe, con el amor por la naturaleza y la vida al aire libre, decidió iniciar la actividad del grupo Scout, que es un movimiento surgido en Inglaterra tras la primera Guerra Mundial.
En octubre de 1968 se hizo cargo de la Parroquia de Nuestra Señora de Lourdes, en barrio Ameghino.
Allí acrecentó la actividad scout, extendida a toda la región, y puso en marcha los campeonatos nocturnos de fútbol infantil que convocaban a multitudes en torno a la cancha aledaña a la iglesia.
Llegada al barrio
Como un arquitecto de almas, pero humilde como un albañil, ladrillo a ladrillo comenzó a construir lo que sería la Comunidad Joven para la Gran Comunidad, escribió Rüedi al referirse al ambicioso proyecto de fe y esperanza, por el cual, familias constituidas pudieran cuidar de chicos sin padres para formarlos en un ambiente sano.
Ese proyecto fue el que desarrolló en el barrio San Antonio, con la ayuda invalorable de los italianos de su comunidad, levantó la capilla, que llevaría el nombre de San Ignacio por ser el 31 de julio.
En 1985 Hugo puso el primer ladrillo de la obra, con una infraestructura edilicia importante, que él nunca ocupó. Prefirió seguir viviendo en su casita, de un solo ambiente.
Pasó el tiempo en que este irreverente sacerdote fue echado de la Iglesia, hasta que monseñor Roberto Rodríguez entendió que era el tiempo de reconciliación y nuevamente, sus casamientos y bautismos, fueron “legales” para el catolicismo.
Mientras más trabajaba, su salud más se deterioraba. Una diabetes terrible le provocó más de una internación, tanto en Italia como en Villa María. Siguió adelante, más que lo que sus fuerzas corporales le permitían, hasta que llegó el final de su paso por la tierra a las 23.39, cuando estaba internado en la Clínica Marañón aquel 17 de marzo. El se fue, pero su huella, que lleva el nombre de la esperanza, sigue intacta en cada lugar donde desarrolló su labor pastoral.
Multitudinario adiós
Cumpliendo su voluntad, los restos de Hugo Salvato fueron enterrados en la Quinta San Ignacio, del barrio San Antonio.
A su sepelio asistieron más de 2.000 personas, quienes manifestaron su sentido pesar por la partida del sacerdote.
El obispo Roberto Rodríguez, leyó en esa oportunidad el correo electrónico enviado desde Italia por los hermanos del cura: “Hemos recibido con profundo dolor la noticia de la muerte del padre Hugo, y nos unimos a ustedes en la plegaria. Le agradecemos al Señor por todo lo que ha obrado entre ustedes, aun olvidando y dejando de lado su salud.”
Ese fue uno de los puntos con mayor carga emotiva, incluso cuando la ceremonia religiosa estaba por comenzar.
En su homilía, Rodríguez dijo: “Hugo fue un cura especial, que entregó su vida pensando en los pobres, los humildes, los necesitados.
Cuando charlábamos, yo solía decirle: usted va a morir con las botas puestas. Y así sucedió.
El lo sabía, porque me contestaba: yo voy a seguir hasta que se me agoten las pilas.
Su sacerdocio estuvo signado por esa forma de ser, por ese andar incesante en su camioneta buscando el pan en la panadería y la fruta y las verduras en el Mercado, para quienes no tienen qué comer.
Ha dejado así una marca en nuestros corazones.
Ha dejado un ejemplo de cómo debemos entregarnos a los otros, así como Cristo se entregó totalmente para darnos la vida.
Su ausencia aquí, en el cielo se expresa en otras presencias. La vida no termina, se transforma...
Su obra debe continuarse. Veremos cómo. Que aquellos que son sus amigos aquí, continúen poniendo el hombro y trabajando juntos”.