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El Peregrino Impertinente
Vivimos en una época de perdición, de descontrol, de indisciplina total. O sea, de carnaval. Esa parte del año en la que lo único que vale es apretar el pomo y mojar a la rubiecita linda que está al lado, siempre y cuando el novio, que juega de mariscal de campo en los Morcilleros de Cincinati, se haya ido al baño. Una celebración que en la mayor parte de nuestro país tiene más bien poco ascendente. Pero que sin embargo todos tomamos como propia para poder aprovechar los feriados, poner las patas en una palangana y ver Juventud Antoniana-Cipolleti por la tele sin que nadie nos acuse de vagos, truhanes y cosas por el estilo. El carnaval tiene origen en la antigua Roma (aunque algunos fechan su nacimiento en Egipto, alrededor del año 3000 aC), y con el tiempo se fue convirtiendo en una fiesta religiosa. De hecho, en nuestros días tiene lugar justo antes del inicio de la Cuaresma. Como para que uno se llene bien el alma de pecados, para después lavarlos con reflexión, penitencia, Buscapina y Sertal. Pero más allá del aspecto litúrgico, el carnaval representa una fiesta hecha para el pueblo, y también para los viajeros. Basta mirar una guía y apreciar la cantidad de festejos del rubro que se reparten por el mundo. De entre los más famosos, destacan el de Río de Janeiro y el de Bahía en Brasil, el de Barranquilla en Colombia, el de Venecia en Italia y el de Nueva Orleáns en Estados Unidos. En nuestra Argentina, los número uno siguen siendo los de Gualeguaychú, Corrientes y, en un tono algo más místico, los de Tilcara. La falta de marketing hace que el de nuestra Villa Nueva todavía no pelee los primeros puestos. Como sea, lo importante del caso es que el carnaval también viene bien para trasladarnos y conocer lugares y culturas. La opción de enriquecer la experiencia antropológica bailando y haciendo sanguchito con dos negras en llamas arriba de un camión de bomberos, ya corre por cuenta de cada uno.