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Portada  »  Culturales  »  A 53 años de la muerte del varillense Alberto Mazzocchi
9 de Febrero de 2013
Medio siglo atrás se sui­ci­dó el poeta que trascendiera las fronteras de Argentina
A 53 años de la muerte del varillense Alberto Mazzocchi
Hijo de un humilde matrimonio ferroviario, el escritor se radicaría en Córdoba para producir su obra que recorrería otros horizontes
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Aquel mu­cha­cho per­se­gui­do por la Po­li­cía cor­do­be­sa que en ple­na ma­ña­na del ´60 em­pu­ña­ba un ar­ma. Aquel mu­cha­cho que me­tros des­pués ro­dó por tie­rra en ple­no Par­que Sar­mien­to tras ser he­ri­do por los efec­ti­vos sin sol­tar su re­vól­ver y se dis­pa­ró en la sien. Aquel mu­cha­cho, ape­nas si te­nía 22 años. Y en nin­gún lu­gar de la es­ca­lo­frian­te cró­ni­ca po­li­cial del día si­guien­te se de­cía que era un poe­ta. Sin em­bar­go, aque­lla omi­sión era per­fec­ta­men­te com­pren­si­ble. Y es que en vi­da, Al­ber­to En­ri­que Maz­zoc­chi ape­nas si ha­bía pu­bli­ca­do dos poe­mas en re­vis­tas y las dos ve­ces lo ha­bía he­cho con pseu­dó­ni­mo. Ha­bía pa­sa­do por el mun­do y por las le­tras de­sa­per­ci­bi­do co­mo una apa­ri­ción.
 
La vi­da bre­ve
 
Hi­jo de un hu­mil­de ma­tri­mo­nio fe­rro­via­rio, Maz­zoc­chi ha­bía na­ci­do en Las Va­ri­llas en 1937 pa­ra re­ca­lar en Cór­do­ba en el´50. Al cum­plir los 15 años, in­gre­sa a un se­mi­na­rio del cual se­rá ex­pul­sa­do al po­co tiem­po. En el 56 asis­te co­mo oyen­te de Fi­lo­so­fía en la Uni­ver­si­dad de Cór­do­ba, y en una de sus au­las co­no­ce­rá a Fe­de­ri­co Un­dia­no (1932-2000), jo­ven es­cri­tor que se con­ver­ti­rá en su ami­go in­con­di­cio­nal, al­ba­ceas y bió­gra­fo. El en­cuen­tro con Un­dia­no se­rá de­ter­mi­nan­te pa­ra Maz­zoc­chi ya que no só­lo mo­di­fi­ca­rá su vi­da, si­no tam­bién su obra. Por esos tiem­pos, nues­tro au­tor ya com­po­nía ver­sos. Y es­to es­cri­be Un­dia­no en una car­ta fe­cha­da en 1997: “Sus poe­sías de en­ton­ces no eran na­da ex­cep­cio­na­les. Tal vez, has­ta mu­cho más que bas­tan­te me­dio­cres (…). Sin em­bar­go, gra­cias a un ver­so, a una que otra me­tá­fo­ra, a una ima­gen, es in­con­tes­ta­ble que de­bí per­ci­bir o in­tuir al­go po­ten­cial­men­te in­de­fi­ni­ble”.
A po­co de co­no­cer­se, am­bos ami­gos aban­do­nan la Uni­ver­si­dad de­ci­di­dos a ini­ciar una for­ma­ción au­to­di­dac­ta com­par­ti­da. Du­ran­te va­rios me­ses lee­rán li­bros, pin­ta­rán del na­tu­ral en el Par­que Sar­mien­to, se re­tra­ta­rán el uno al otro al cra­yón en ba­res, irán al ci­ne y ca­mi­na­rán has­ta al­tas ho­ras de la no­che. Pe­ro so­bre to­das las co­sas, se lee­rán los tex­tos que ca­da uno es­cri­ba. Y así se­rá co­mo Un­dia­no asis­ti­rá al mi­la­gro­so alum­bra­mien­to de un poe­ta. Y esa nue­va voz le de­be­rá mu­cho a las exi­gen­cias li­te­ra­rias de su ami­go y, años des­pués, le de­be­rá su di­fu­sión al mun­do. Y es que se­rá el mis­mo Un­dia­no quien, ya ra­di­ca­do en Fran­cia, pu­bli­que en 1985 el mo­nu­men­tal to­mo bi­lin­güe de “Poè­mes-Poe­mas” (edi­to­rial L´Har­mat­tan), un li­bro de 360 pá­gi­nas, 64 poe­mas, no­tas bio­grá­fi­cas y di­bu­jos he­chos por am­bos, que ser­vi­rá pa­ra que Maz­zoc­chi sea es­tu­dia­do en uni­ver­si­da­des es­pa­ño­las, fran­ce­sas y de to­da Amé­ri­ca La­ti­na.
A di­fe­ren­cia de to­da la poe­sía ar­gen­ti­na de los años 50 mar­ca­da­men­te su­rrea­lis­ta o so­cial­men­te in­te­lec­tual, los ver­sos de Maz­zoc­chi bri­llan con un ful­gor atem­po­ral. Atra­ve­sa­da por una fa­bu­lo­sa ten­sión es­pi­ri­tual, fer­vo­ro­sas lec­tu­ras de Dy­lan Tho­mas y los Evan­ge­lios, po­dría de­cir­se que la poe­sía de Maz­zoc­chi an­ti­ci­pa los ver­sos de Ale­jan­dra Pi­zar­nik. Sin em­bar­go, con­tra­ria­men­te al vio­len­to tor­be­lli­no de su vi­da mar­ca­da por tem­pra­nos de­sen­cuen­tros amo­ro­sos, fu­gas clan­des­ti­nas pa­ra sal­var­se del ser­vi­cio mi­li­tar, tres ten­ta­ti­vas de sui­ci­dio, in­ter­na­cio­nes psi­quiá­tri­cas y aca­so una ten­den­cia ho­mo­se­xual no asu­mi­da, sus poe­mas res­pi­ran una fa­bu­lo­sa se­re­ni­dad cru­za­dos por la cer­te­za de una muer­te in­mi­nen­te: la su­ya. 
 
El prin­ci­pio del fin
 
No obs­tan­te, un he­cho cru­cial pro­du­ci­rá un quie­bre en la vi­da del poe­ta: la par­ti­da de Fe­de­ri­co Un­dia­no a Uru­guay en 1959. Y en­ton­ces Maz­zoc­chi acu­sa­rá re­ci­bo de una nue­va so­le­dad des­co­no­ci­da has­ta en­ton­ces, una so­le­dad ho­rro­ro­sa y des­truc­ti­va. 
“Me de­man­dó un es­fuer­zo so­bre­hu­ma­no blin­dar­me pa­ra no des­viar­me del cen­tro gra­vi­ta­cio­nal en tor­no al que de­bía gi­rar mi pro­pia ór­bi­ta, cuan­do qui­so que nos sui­ci­dá­ra­mos jun­tos, es­tre­chán­do­nos las ma­nos, a la caí­da de la tar­de de un 16 de oc­tu­bre de 1957”, es­cri­be Un­dia­no en la mis­ma car­ta. Y esa ne­ce­si­dad de “blin­dar­se” fue la que lo ha­bía he­cho mi­grar. 
Sin Un­dia­no en Cór­do­ba, Maz­zoc­chi só­lo vi­vi­rá ocho me­ses más. En ellos, vi­si­ta­rá a su ami­go en Mon­te­vi­deo, re­gre­sa­rá a Cór­do­ba y no de­ja­rá de en­viar­le car­tas de­ses­pe­ra­das que no ob­ten­drán otra res­pues­ta que el si­len­cio. Lue­go co­no­ce­rá a una mu­jer 10 años ma­yor y la des­po­sa­rá a fin de ese año. Y se­rá Li­dia, pre­ci­sa­men­te, quien ha­rá “aban­do­no de ho­gar” a los dos me­ses, tras su­frir los mal­tra­tos de su jo­ven es­po­so. Y se­rá el poe­ta quien la trae­rá a ca­sa a pun­ta de pis­to­la pa­ra lue­go ser de­nun­cia­do por sus sue­gros. 
Aque­lla ma­ña­na del 5 de fe­bre­ro del 60 era sá­ba­do en Cór­do­ba. Y los uni­for­ma­dos que fue­ron a arres­tar al de­nun­cia­do no sa­bían que les aguar­da­ba lo peor. Em­pu­ján­do­los, Maz­zoc­chi rei­ni­cia “esa lar­ga y an­ti­gua fu­ga” (la fra­se es de Un­dia­no y es­tá de­di­ca­da a su ami­go). Pe­ro es­ta vez se­rá la úl­ti­ma de to­das, ya que po­cos mi­nu­tos des­pués, se qui­ta­rá la vi­da fren­te al pa­sa­je com­ple­to de un co­lec­ti­vo. 
En el año 58, po­co an­tes de su ter­ce­ra y úl­ti­ma ten­ta­ti­va de sui­ci­dio, Maz­zoc­chi ha­bía es­cri­to: “Real­men­te hu­bie­ra po­di­do/no de­ci­dir sui­ci­dar­me si mi en­cen­de­dor/si es­tu­vie­ra se­gu­ro que mi en­cen­de­dor/no se me per­die­ra o no se me de­te­rio­ra­ra/si es­tu­vie­ra se­gu­ro que mi en­cen­de­dor/ fue­ra lo su­fi­cien­te­men­te be­llo/pa­ra re­te­ner­me en es­ta vi­da/pa­ra es­tar en es­ta vi­da/ y en­cen­der mis ci­ga­rri­llos de ma­la mar­ca/con él/ y mi­rar con su luz las co­sas en la os­cu­ri­dad/ y alum­brar con él un ca­mi­no en la os­cu­ri­dad”. Que es­te poe­ma sir­va de epí­gra­fe pa­ra su vi­da to­da.
 
Iván Wie­li­ko­sie­lek

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