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El Peregrino Impertinente
En el sudeste de Asia, no hay río más importante que el Mekong. Afluente de unos 4.500 kilómetros de extensión, que nace en el Himalaya, va al colegio en el Tíbet, empieza a fumar crack en China, pierde la herencia paterna apostando a los caballos en Myanmar, tiene un hijo de rebote y se casa de mala gana en Laos, se separa porque su mujer lo engaña con un hare krishna en Tailandia, lo meten preso por tráfico de tortugas en Camboya, entra en un geriátrico bastante cascoteado en Vietnam, y muere solo, triste y deprimido en el Mar de China. Es el destino del agua, qué se le va a hacer.
Amén de su dramática línea de vida, el Mekong tiene una enorme trascendencia en esta parte del continente. Su legado no sólo se explica en términos económicos (transporte, pesca, cultivo de arroz en sus cuencas, 20% de descuento para clientes los miércoles), si no también culturales: basta con recorrerlo para darse cuenta de los fuertes lazos que lo unen con los pobladores de la región. Muchos de ellos han sido criados en sus mismas riberas, y más aún han subsistido gracias al agua que proporciona. Navegando la parte que cruza Laos, por ejemplo, uno ve a los aldeanos viviendo a los costados, en sus chocitas, pobres en extremo, pero con el torrente dándoles una buena parte de lo que necesitan para ser felices. Pero sólo una buena parte. Es decir que la 4x4, el Iphone y la TV satelital con 1.375 canales de los cuales valen la pena tres, los tienen que buscar en otro lado.
El único problema que le trae el Mekong a esta gente es cuando llueve en exceso, y el caudal de agua sube. “Mekongo en su madre, otra vez a dormir con los bagres”, se lamenta un campesino. Y bueno, algún defectito tenía que tener.