Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
El viajero tiene que recorrer el mundo, patear caminos, pueblos y ciudades de los cinco continentes y ni así encontrará un casco histórico como el de Praga. La capital de República Checa hace parar las rotativas y decide que debemos apreciar todo lo que tiene con los sentidos muy bien dispuestos. Se trata de concientizar la experiencia, de saber que este rinconcito del globo es único. Una ciudad (o mejor dicho, una parte de la ciudad) donde las delicias arquitectónicas del gótico y otros estilos son tan delicadas y su distribución en el plano tan cuidada, que ponerla en el listado de favoritas se torna casi un acto reflejo.
Sus riquezas se dividen en dos espacios explícitamente delimitados, a partir de un río Moldava que no deja lugar a dudas: del lado este del afluente, la conocida como “Parte Vieja”. Del lado oeste, Mala Strana y Hradcany, distritos tan antiguos, nostálgicos y majestuosos como el primero. En el medio queda el Puente de Carlos, que solito ya representa un atractivo de lujo, estatuas y decenas de pintores incluidos. En conjunto, mucha Praga para ver.
A uno y otro lado del agua
En la plaza del Ayuntamiento vale olvidarse de todo y sólo dedicarse a contemplar las cosas que danzan quietas alrededor. Se siente como si eso que está al frente, atrás y a los costados lo hubieran creado sólo para que uno lo admire. El centro neurálgico del paseo es un canto al gótico, estilo que mayor ascendente tiene en las construcciones de la Praga histórica. Basta con avistar la iglesia Nuestra Señora del Tyn, sus torres puntiagudas, su aspecto entre grandioso y sombrío. O el mismo Ayuntamiento, donde reposa el famoso reloj astronómico (joya del Siglo XV, alrededor del cual surgen a cada hora las figuras animadas, para embobamiento de los turistas). O la Torre de Pólvora, otrora puerta de la ciudad, 65 metros de aguda elegancia.
Sin embargo, el casco también deja lugar para otros estilos, como el románico, el barroco y el renacentista, principalmente. Este último encuentra su más cabal ejemplo en la Casa del Minuto. El palacio, que fuera hogar del escritor Franz Kafka, es junto con la Sinagoga Vieja emblema del sector denominado Barrio Judío.
Igual que los reyes de Bohemia durante las ceremonias de coronación, nos acercamos al Moldava para cruzar el Puente de Carlos. El nombre es un mimo para el Rey Carlos IV quien, en el Siglo XIV, le dio a la urbe su baño de belleza elemental. Atractivo que sólo fue en aumento a través del tiempo, a juzgar por lo que ofrece la panorámica: agua a sus anchas y colinas tapadas por techos de tejas, más torres, palacios y la monumental fachada del Castillo (otro grito del gótico). Considerado la mayor fortaleza medieval del mundo, fue construido en el Siglo IX y está rodeado de baluartes como los Palacios Real, Arzobispal y Schwarzenberg, la Catedral de San Vito y la Basílica de San Jorge. Pegado a Hradcany (o “Distrito del Castillo”), aparece Mala Strana, con su plaza, el Palacio de Lichtenstein y la iglesia de San Nicolás a la cabeza. El Callejón de Oro y sus pequeñísimas casitas de cuento inflaman la melancolía que se despierta ni bien el visitante pone pie en esta ciudad de 1,2 millones de habitantes.
Ya con menos añoranza en la campera, la vuelta por la Praga moderna de plaza Wenceslao sirve para entender un poco los avatares del tiempo. Todo nuevo en este sector, centro comercial y financiero de un pueblo que se bancó mil reinados, los del comunismo incluido, y que hoy va despacito rumbo al primer mundo. Atrás le queda un pasado reluciente. Para mayores certezas, siempre queda la visita al casco viejo.