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21 de Febrero de 2013
Opinión
“El antenicida entró en el laberinto”
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Osvaldo Iachetta opinó sobre la situación de TDA

 

Es­cri­be: Os­val­do Ia­chet­ta (*)
 
 
En el año que se ins­tau­ró la úl­ti­ma dic­ta­du­ra, cur­sa­ba el se­gun­do año de la no­ve­do­sa es­pe­cia­li­dad de Elec­tró­ni­ca en la Es­cue­la del Tra­ba­jo en Vi­lla Ma­ría, y nos pa­sa­ron una pe­lí­cu­la so­bre un de­sa­rro­llo re­vo­lu­cio­na­rio de Sie­mens: la fi­bra óp­ti­ca. Una es­pe­cie de ca­ble es­pe­cial que per­mi­tía el trans­por­te de in­men­sos pa­que­tes de da­tos, un ver­da­de­ro ca­ño que iba a po­si­bi­li­tar en­víos que eran im­po­si­bles por los coa­xi­les co­mu­nes. Co­men­ta­mos un ra­to, pen­sá­ba­mos que na­da igua­la­ría a las on­das elec­tro­mag­né­ti­cas en las co­mu­ni­ca­cio­nes, y vol­vi­mos a em­pu­ñar el sol­da­dor Ve­su­bio, apa­sio­na­dos.
Ni una co­sa ni otra, las vir­tu­des de las on­das hert­zia­nas y del so­por­te fí­si­co se aso­cian pa­ra ha­cer po­si­ble la lle­ga­da de da­tos a ca­da rin­cón de es­te in­men­so país. Y por su­pues­to, co­mo to­da obra hu­ma­na tie­ne su im­pac­to en el am­bien­te, pe­ro se rea­li­za por­que los be­ne­fi­cios ex­ce­den lar­ga­men­te el da­ño, más aún en días en que la co­mu­ni­ca­ción in­te­gra la tría­da esen­cial, jun­to a la pro­vi­sión de agua y ali­men­tos. 
Mi­les de ki­ló­me­tros de ca­ble, cien­tos de an­te­nas, po­lu­ción rui­do­sa de se­ña­les y ba­su­ra sa­te­li­tal, y la ob­so­les­cen­cia ace­le­ra­da de equi­pos, en­tre otros sal­dos, me­re­cen te­ner­se ba­jo la lu­pa, aten­tos al da­ño que pro­vo­can. Es ne­ce­sa­rio pro­mo­ver cam­bios cul­tu­ra­les, acer­car­se a há­bi­tos más ami­ga­bles, que ha­gan que en­tre­gue­mos a quie­nes nos su­ce­dan un mun­do pa­re­ci­do al que re­ci­bi­mos. 
La Te­le­vi­sión Di­gi­tal Abier­ta (TDA) vi­no a sal­dar una ne­ce­si­dad de nues­tros tiem­pos: lle­gar con in­for­ma­ción, en­tre­te­ni­mien­to y cul­tu­ra a aque­llos ho­ga­res am­pu­ta­dos de esa po­si­bi­li­dad, por es­tar ale­ja­dos o te­ner mo­des­tos in­gre­sos. La pe­ri­fe­ria de los gran­des cen­tros ur­ba­nos, los pe­que­ños po­bla­dos, las lo­ca­li­da­des de fron­te­ra y los ni­ños que cur­san en cien­tos de es­cue­las de pro­vin­cia son los be­ne­fi­cia­rios de es­te sis­te­ma. Pa­ra mu­chos de ellos la al­ter­na­ti­va es un abo­no ex­tor­si­vo, y pa­ra la ma­yo­ría la ex­clu­sión, el exi­lio cul­tu­ral.  
En la úl­ti­ma dé­ca­da, el mis­mo Go­bier­no que mi­ra dis­traí­do la pér­di­da de mi­les de hec­tá­reas de bos­que na­ti­vo, le da la bien­ve­ni­da ca­da año al rey de Bél­gi­ca y a cien­tos de ca­za­do­res de pa­lo­mas que rie­gan de plo­mo le­tal nues­tros cam­pos y rea­li­za obras que oca­sio­nan des­mo­ro­na­mien­to y gra­ves ac­ci­den­tes sin los es­tu­dios per­ti­nen­tes, clau­su­ró las emi­sio­nes de TDA que mul­ti­pli­can la se­ñal gra­tui­ta de 20 ca­na­les de te­le­vi­sión pa­ra mi­les de cor­do­be­ses. La per­mi­si­vi­dad en al­gu­nos ac­tos des­di­ce la apa­ren­te preo­cu­pa­ción de­mos­tra­da en és­te. 
Co­mo ve­rán y a pe­sar de un des­liz de in­ge­nui­dad, ra­zo­no so­bre las ex­cu­sas que dio el Go­bier­no de De la So­ta al or­de­nar la clau­su­ra de las an­te­nas de la ira, aun­que su ac­cio­nar pa­re­cie­ra es­tar alen­ta­do por otras mo­ti­va­cio­nes, aun­que ese tó­pi­co ex­ce­de es­ta co­lum­na.  
Atraí­do por la ofer­ta de re­fe­ren­ciar la opo­si­ción, el go­ber­na­dor de la So­ta bus­ca un lu­gar des­ta­ca­do en la gón­do­la, pe­ro en su afán de en­viar se­ña­les in­gre­só en un la­be­rin­to y ha co­men­za­do a deam­bu­lar. Su an­dar a tien­tas es­tá mo­vi­li­za­do por una am­bi­ción que no mi­de per­jui­cios: blan­de una pan­car­ta que enar­bo­la un cor­do­be­sis­mo que ca­da vez se pa­re­ce más a un ex­tra­vío.
Cuan­do yo era pi­be, mo­vía la pa­rri­lla de una an­te­na de 5 me­tros so­bre el te­cho de mi ca­sa pa­ra cap­tar la ima­gen ne­va­da de Ca­nal 12, des­de su re­pe­ti­do­ra en Pam­pa de Acha­la; cua­ren­ta años des­pués, el arres­to to­ta­li­ta­rio de un go­ber­nan­te con ai­res de se­ñor feu­dal ame­na­za con reen­viar­nos de vuel­ta al me­dioe­vo. Si mi no­na vi­vie­ra, di­ría: ¿Quie­ren sa­ber adón­de va? Mi­ren de dón­de vie­ne… 
 
(*) Lic. en Co­mu­ni­ca­ción, do­cen­te e in­te­gran­te de la AFSCA De­le­ga­ción Cór­do­ba

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