Escribe: Osvaldo Iachetta (*)
En el año que se instauró la última dictadura, cursaba el segundo año de la novedosa especialidad de Electrónica en la Escuela del Trabajo en Villa María, y nos pasaron una película sobre un desarrollo revolucionario de Siemens: la fibra óptica. Una especie de cable especial que permitía el transporte de inmensos paquetes de datos, un verdadero caño que iba a posibilitar envíos que eran imposibles por los coaxiles comunes. Comentamos un rato, pensábamos que nada igualaría a las ondas electromagnéticas en las comunicaciones, y volvimos a empuñar el soldador Vesubio, apasionados.
Ni una cosa ni otra, las virtudes de las ondas hertzianas y del soporte físico se asocian para hacer posible la llegada de datos a cada rincón de este inmenso país. Y por supuesto, como toda obra humana tiene su impacto en el ambiente, pero se realiza porque los beneficios exceden largamente el daño, más aún en días en que la comunicación integra la tríada esencial, junto a la provisión de agua y alimentos.
Miles de kilómetros de cable, cientos de antenas, polución ruidosa de señales y basura satelital, y la obsolescencia acelerada de equipos, entre otros saldos, merecen tenerse bajo la lupa, atentos al daño que provocan. Es necesario promover cambios culturales, acercarse a hábitos más amigables, que hagan que entreguemos a quienes nos sucedan un mundo parecido al que recibimos.
La Televisión Digital Abierta (TDA) vino a saldar una necesidad de nuestros tiempos: llegar con información, entretenimiento y cultura a aquellos hogares amputados de esa posibilidad, por estar alejados o tener modestos ingresos. La periferia de los grandes centros urbanos, los pequeños poblados, las localidades de frontera y los niños que cursan en cientos de escuelas de provincia son los beneficiarios de este sistema. Para muchos de ellos la alternativa es un abono extorsivo, y para la mayoría la exclusión, el exilio cultural.
En la última década, el mismo Gobierno que mira distraído la pérdida de miles de hectáreas de bosque nativo, le da la bienvenida cada año al rey de Bélgica y a cientos de cazadores de palomas que riegan de plomo letal nuestros campos y realiza obras que ocasionan desmoronamiento y graves accidentes sin los estudios pertinentes, clausuró las emisiones de TDA que multiplican la señal gratuita de 20 canales de televisión para miles de cordobeses. La permisividad en algunos actos desdice la aparente preocupación demostrada en éste.
Como verán y a pesar de un desliz de ingenuidad, razono sobre las excusas que dio el Gobierno de De la Sota al ordenar la clausura de las antenas de la ira, aunque su accionar pareciera estar alentado por otras motivaciones, aunque ese tópico excede esta columna.
Atraído por la oferta de referenciar la oposición, el gobernador de la Sota busca un lugar destacado en la góndola, pero en su afán de enviar señales ingresó en un laberinto y ha comenzado a deambular. Su andar a tientas está movilizado por una ambición que no mide perjuicios: blande una pancarta que enarbola un cordobesismo que cada vez se parece más a un extravío.
Cuando yo era pibe, movía la parrilla de una antena de 5 metros sobre el techo de mi casa para captar la imagen nevada de Canal 12, desde su repetidora en Pampa de Achala; cuarenta años después, el arresto totalitario de un gobernante con aires de señor feudal amenaza con reenviarnos de vuelta al medioevo. Si mi nona viviera, diría: ¿Quieren saber adónde va? Miren de dónde viene…
(*) Lic. en Comunicación, docente e integrante de la AFSCA Delegación Córdoba