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4 de Marzo de 2013
Cartas - Opiniones - Debates
Los lectores también escriben
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Gregorio Recondo

 

Réquiem para un diplomático
 
Señor director:
Habiendo tanto y tanto argentino ilustre olvidado en el imaginario colectivo, hoy pretendo resaltar brevemente la figura de un  embajador  de singular relieve intelectual desaparecido hace casi una década. 
Me refiero al abogado y sociólogo Gregorio Recondo. 
Prolífico escritor, diplomático de carrera vinculado al diseño y a la defensa de las políticas de integración regional,  agregado cultural en Roma y en Madrid, consultor de la Unesco, ministro plenipotenciario en la ex Unión Soviética,  miembro consultor del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales y profesor titular de la Universidad de Buenos Aires en carreras de grado y posgrado.
Su obra magna se titula “El Sueño de la Patria Grande”, en la cual hace un raconto pormenorizado de todos los intentos de integración regional desde los tiempos anteriores a la independencia hasta la actualidad. 
Lo más notable de sus planteos tal vez sea el hecho de hacer hincapié en la dimensión cultural de los proyectos integracionistas. 
Este ilustre pensador no concebía un tratado o pacto regional sin el componente fundamental de la cultura. Sostenía que la política y la economía se debían subordinar a aquélla, como es lógico y normal.
Vaya este humilde homenaje para este pedagogo y promotor de la conciencia colectiva iberoamericana, siempre viva en el imaginario de los pueblos latinos.
 
Hugo N. Lilli 
DNI 16.566.963
 
De virtudes y conquistas 
 
El bien de la persona está intrínsecamente vinculado a su ser y a su libertad; no le bastan las tendencias y disposiciones recibidas con su naturaleza, sino que ha de disponerse libremente. Al igual que la dignidad originaria del hombre se fundamenta en su "ser persona", la dignidad moral "comportarse como tal" está dependiendo de la realización de sus potencialidades humanas naturales y sobrenaturales.
Las virtudes humanas no son innatas ni espontáneas en el hombre, se adquieren a partir de las tendencias de la naturaleza humana a la verdad, al bien, a la relación, en un ambiente ejemplificador, y desde el ejercicio de su libertad. Conocer el bien moral y para ello formarse, y antes querer, y, en medio de ello, realizar actos concretos y vencer los obstáculos que se presenten. Séneca (Siglo I) lo expresaba con estas palabras en una de sus cartas: “No es foráneo nuestro mal, sino que está dentro de nosotros, reside en las entrañas mismas; por eso difícilmente nos curaremos, ignorantes de nuestra enfermedad; nadie hay que posea el buen juicio antes que la insensatez; el mal nos posee a todos de antemano: aprender las virtudes es desaprender los vicios”.
Por las virtudes el ser humano se hace bueno, es bueno en tanto que realiza con acciones concretas su ser, y no de forma ocasional, sino con cierta disposición estable hacia el bien, que no sólo hacen buenas las acciones, sino bueno a quien las realiza. "Nadie es bueno porque hace esporádicamente actos buenos, sino cuando los hace como 'naturalmente', como determinado por una naturaleza que ha adquirido por la fuerza de su buen amor electivo para siempre, que es corroborado por cada elección particular que hace. Esto saca a la libertad de su ambigüedad inicial y la determina al bien, generando una disposición estable y difícilmente removible, que hace obrar con prontitud, facilidad y gustosamente, en cuanto el acto responde ya también al deseo".
Diversos pensadores han afirmado que cada persona "es un ser para el amor" "porque su plenitud está en la unión de amistad para la que Dios le ha creado". 
El amor es el fin y principio de nuestro ser y la virtud es el amor electivo bueno que facilita querer y hacer el bien. Así, por ejemplo, la prudencia nos ayuda a discernir, en los casos concretos, el amor bueno, que nuestro querer y obrar se dirijan a Dios. 
La justicia "dar a cada uno lo que le pertenece", desde la situación de criaturas, nos lleva a reconocernos deudores del amor creador y junto con ello a tratar a los demás como personas. 
La virtud de la fortaleza hace que nos mantengamos firmes ante la verdad y el amor, porque lo exige el bien. 
Y, la templanza, que ordena el amor natural desordenado, fuerza desintegradora que el hombre siente en su mismo yo y en la satisfacción de sus necesidades.
José Arnal - DNI: 18.393.935

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