Escribe Silvina Scaglia, Lic. en Nutrición
En primer lugar es importante distinguir dos términos muy diferentes desde el punto de vista conceptual: hambre y apetito. El primero es la necesidad del organismo de alimentarse, y esta sensación cesa con la ingesta de alimentos. Sin embargo es necesario que pasen aproximadamente 15 minutos para que el organismo se entere de dicha incorporación de nutrientes. El apetito, en cambio, es el antojo, las ganas de comer sólo ciertos alimentos, sin sentir hambre, aun en estado de saciedad. Representa en última instancia el placer por saborear un determinado alimento y sentirse gratificado por ello. ¿Quién no ha deseado, luego de almorzar o cenar, un dulce o algo salado, y sentirse satisfecho sólo si ingiere ese alimento en especial?
La presentación del alimento abre los caminos hacia el apetito. Diversas funciones cerebrales intervienen en forma asociada para estimular el apetito: la memoria, como el recuerdo de aquellos sabores que nos han gratificado desde la infancia; el olfato, vinculado a la irresistible tentación de probar una factura al pasar por una panadería; la visión, de una adecuada combinación de colores que hace apetecible cualquier plato (no olvidemos que la comida entra por los ojos) y finalmente, el acto voluntario de saborear un determinado plato de comida. Tanto el control del hambre como la regulación del apetito son procesos complejos que se efectúan en un área del sistema nervioso denominada hipotálamo. Sin embargo no sólo el cerebro interviene en la regulación del apetito. El reconocimiento de los sabores se inicia en la boca. Inmediatamente se pone en marcha la digestión y ya en el estómago comienzan a funcionar sensores que identifican temperatura, composición química y actividad mecánica del tubo digestivo. La dilatación del estómago provocada por el alimento es una importante señal de saciedad.
Por ello, en los menúes para reducir el peso corporal, se recomiendan alimentos o colaciones que poseen pocas calorías pero que llenan el estómago.