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20 de Marzo de 2013
Cartas - Opiniones - Debates
El me­diá­ti­co Vi­de­la
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Qui­zás sa­ber­se en los úl­ti­mos años de su exis­ten­cia le au­men­ta la nos­tal­gia. Olo­res del pa­sa­do lo des­pier­tan por las no­ches, pues él no tie­ne arre­pen­ti­mien­to. Si al­go lo des­ve­la no es el pe­so de los crí­me­nes que co­me­tió cuan­do era se­ñor de la vi­da y la muer­te de aque­llos que caían ba­jo las ga­rras de Es­ta­do con­ver­ti­do en má­qui­na de te­rror.
A él, que se con­si­de­ra tan cris­tia­no, no lo per­tur­ba­ron el llan­to de los ni­ños na­ci­dos en cau­ti­ve­rio y ro­ba­dos a esas ma­dres que lue­go de­vol­vían a la tor­tu­ra. Es pro­ba­ble que se agi­te re­cor­dan­do los ac­tos que le or­ga­ni­za­ban esos adu­lo­nes que siem­pre an­dan bus­can­do po­de­ro­sos a quie­nes ren­dir­les ho­no­res. De­be re­cor­dar­se dan­do dis­cur­sos acer­ca de la Pa­tria y las vir­tu­des de los hom­bres. De esa ma­ne­ra po­drá sen­tir­se por en­ci­ma de los sim­ples ciu­da­da­nos que vi­vi­mos sin ha­blar de la tras­cen­den­cia pa­trió­ti­ca ca­da día.
Si al­gu­na vez de­ja­ra de ima­gi­nar que es­tá en pri­sión por­que no lo en­tien­den o por­que lo per­si­guen po­lí­ti­ca­men­te, co­mo le gus­ta de­cir, el es­pe­jo le de­vol­ve­ría la rea­li­dad de un ase­si­no que cre­yó que el im­pe­rio del mie­do le ase­gu­ra­ría el Bron­ce. Un hom­bre que den­tro de to­das las atro­ci­da­des que co­me­tió es­tá la de ha­ber par­ti­ci­pa­do en el plan sis­te­má­ti­co de ro­bo de be­bes.
El, que era ge­ne­ral del Ejér­ci­to, des­va­ría y mi­ra su al­re­de­dor bus­can­do tro­pa a la cual dar­le ór­de­nes. En esa fie­bre nos­tál­gi­ca se cree con au­to­ri­dad pa­ra plan­tear un le­van­ta­mien­to ar­ma­do en de­fen­sa de la Re­pú­bli­ca. De una re­pú­bli­ca co­mo la que ima­gi­na­ron es­tos mi­li­ta­res co­bar­des que pri­me­ro min­tie­ron una gue­rra por­que nun­ca es­tu­vie­ron en ba­ta­lla al­gu­na y lue­go cuan­do fue­ron a una se es­cu­da­ron tras el co­ra­je de los ado­les­cen­tes que em­pu­ja­ron a esa si­tua­ción.   
Tie­ne va­rias con­de­nas per­pe­tuas, por su pro­ba­da par­ti­ci­pa­ción en di­fe­ren­tes crí­me­nes, y cuan­do mi­ra el ho­ri­zon­te de su his­to­ria des­cu­bre que no hay Bron­ce, ni odas a su ine­xis­ten­te co­ra­je. A sus ino­cen­tes ho­mó­ni­mos se les ha­ce in­so­por­ta­ble el pe­so de la ver­güen­za y pi­den lle­var otro nom­bre pa­ra no car­gar con esa re­fe­ren­cia a la co­bar­día y el te­rror en que se con­vir­tió el nom­bre Jor­ge Ra­fael Vi­de­la.
Lue­go de años de si­len­cio, ha­ce un tiem­po co­men­zó a ha­blar. La nos­tal­gia de aque­llos tiem­pos le aflo­jó la len­gua y tra­ta de con­tar­nos que su his­to­ria es me­nos mi­se­ra­ble de lo que real­men­te es. Pe­ro des­va­ría es­tá le­jos de la rea­li­dad e ima­gi­na que sus an­ti­guos su­bor­di­na­dos de­jan los pa­pa­ga­yos y al rit­mo de esa tos se­ca que no los aban­do­na sa­len a pe­lear pa­ra “re­cu­pe­rar la Re­pú­bli­ca”. Allí es­tá una mar­ca de su afie­bra­da ima­gi­na­ción: no es creí­ble cuan­do él, que for­mó par­te de una jun­ta mi­li­tar que ejer­ció el po­der sin lí­mi­te, ha­bla de re­pú­bli­ca. Pe­ro es lo que hi­cie­ron en el po­der ha­blar de una co­sa y ha­cer otra muy dis­tin­ta: ha­bla­ban de fa­mi­lia y ro­ba­ban be­bés; de­cían ho­nes­ti­dad y ro­ba­ban has­ta la per­te­nen­cia de los se­cues­tra­dos de­cla­ma­ban una rí­gi­da mo­ral y vio­la­ban mu­je­res en los cam­pos de con­cen­tra­ción que sem­bra­ron en to­do el país y po­dría­mos se­guir con una lar­ga lis­ta, pe­ro aquí no va­le la pe­na.
Bas­ta con de­cir que el hom­bre que fue ge­ne­ral des­va­ría, tie­ne nos­tal­gia de un pa­sa­do que no re­gre­sa­rá por­que la so­cie­dad ya lo de­ci­dió ha­ce mu­cho tiem­po. Y es una de­ci­sión que se ali­men­ta de la con­vic­ción de que es­ta de­mo­cra­cia, por más im­per­fec­ta que sea, es me­jor que la me­jor de las dic­ta­du­ras. De­ci­sión que se ex­pre­só en las elec­cio­nes de 1983 cuan­do se vo­tó el jui­cio y no el in­dul­to; cuan­do se hi­cie­ron las mar­chas en de­fen­sa de la de­mo­cra­cia; cuan­do se lu­chó pa­ra de­ro­gar la obe­dien­cia de­bi­da y el pun­to fi­nal; cuan­do se dic­ta sen­ten­cia en ca­da jui­cio por de­li­to de le­sa hu­ma­ni­dad; ca­da vez que des­de di­fe­ren­tes or­ga­ni­za­cio­nes se ha­ce me­mo­ria y se pien­sa el pre­sen­te des­de el re­co­no­ci­mien­to de los de­re­chos hu­ma­nos; cuan­do se lu­cha pa­ra cons­truir una so­cie­dad jus­ta. Y po­dría­mos se­guir pe­ro el dic­ta­dor no lee y des­va­ría, él ya no es lí­der de nin­gu­na de­re­cha gol­pis­ta. Se sue­ña de otra ma­ne­ra pe­ro es un ase­si­no con­de­na­do, con jus­ta ra­zón, que de­sea con­ver­tir­se en un an­cia­no pro­vo­ca­dor.
 
Je­sús Chi­ri­no

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