El tipo no es el Papa, tiene una cara de “yo no fui” que motiva desconfianza, jamás genera algo relevante para las revistas que se ocupan de vidas personales ni baila con Tinelli. Lionel Messi vendría a ser un coloradito tímido de Rosario, un chico común... Con una vida poco común. Y con un don poco común.
Saber jugar al fútbol como lo haría Dios en el campito de la esquina, lo hace más especial que el propio Papa en la liturgia del fútbol, donde miles de fieles se agolparon en el Monumental el viernes por la noche para mirarlo sólo a él, más allá de alguna expresión demagoga que tenga que ver con la selección.
Las imágenes de niños llevados en andas de sus padres con la camiseta número 10 fueron tan repetidas en el estadio como las actuaciones positivas de la “Pulga” en el equipo argentino.
Hay quienes dejan de ver el partido para ver qué hace el crack, si se toca el pelo, si “viene para el lado de esta tribuna así lo veo mejor” o si atiende algo de lo que pide desde el banco Alejandro Sabella, un hombre llamado a ser privilegiado, no sólo por el sueldo que cobra, sino porque la historia lo tendrá como uno de los que dirigió a Messi. Encima, cuando su equipo domina a gusto y placer, pero no puede pasar de la tenencia de pelota al desnivel en el marcador, aparece el 10 como el único capaz de romper líneas y llevar la pelota hacia el arco con claridad.
Es cierto que juegan bien los demás, que no hay que menospreciar a mengano, que pone todo, y que por algo fulano es goleador y viste la camiseta de un club tan poderoso. Pero... Messi es hoy a la selección argentina el motor de la jerarquización de esos colores a nivel mundial y, en consecuencia, un punto muy fuerte del orgullo argentino, como el dulce de leche, Diego, el Che, la calle más ancha o Francisco.
Los venezolanos, que conocen en carne propia lo que es una revolución, fueron muchos más que antes en el Monumental, primero por la euforia que arrastraban desde el rendimiento de su equipo, y después por lo que significa ver jugar en vivo al mejor futbolista del planeta.
“¡La jugada que nos hizo al frente del área, con ese slalom... Dios mío!”, gritaba un visitante mientras se retiraba del estadio, con el sinsabor lógico de la derrota por goleada y, al mismo tiempo, con esa sensación de haber disfrutado lo que padece.
Mientras, en la denominada zona mixta, donde camarógrafos y cronistas parecen hookers de Los Pumas en medio de un scrum, todos se agolpan para esperar la salida del crack, que a lo mejor dirá menos de lo que dice Garay.
“Es emocionante recibir el reconocimiento de la gente, en cualquier lugar del país”, dice la “Pulga”, que se hace tiempo para firmarle autógrafos a los niños, su debilidad.
Minutos después, como sucedió en la salida del micro del seleccionado del estadio en Mendoza, esta vez también un tipo le grita “te amo”, rendido a sus pies. Y Messi se ríe.
Todo parece exagerado, tanto como la diferencia entre el propio Messi y el resto de los jugadores mortales.