Escribe: El Peregrino Impertinente
Está comprobado que cuando uno anda de viaje, goza de una energía inusitada.
No hace falta que ningún profesor Neurus venga a validar el dato científicamente. El viajero se da cuenta solito: “¡Cómo estoy de vital! No me para nadie, ni siquiera ese hobbit que se acerca a lomos de un dragón rojo”, dice, olvidando que se acaba de tomar cinco Red Bulls, siete capuchinos y medio litro de jarabe para la tos. Pasa que, cuando andamos de gira por ahí, somos dueños de unos bríos, un ardor y unas ganas de vivir inusuales. Nos acostamos a las mil de la mañana después de haber caminado todo el día, y nos despertamos a las siete como si nada. Sonrisa de oreja a oreja, piel radiante, cuerpo dispuesto a seguir la marcha ¿Cómo puede ser posible? La explicación es simple: el hecho de agarrar a la rutina por la solapa y enterrarla en el cementerio del olvido, otorga fuerzas sobrenaturales. El problema viene a la hora de la resurrección, cuando la encontramos vivita y coleando, esperándonos en la puerta del hogar. En todo caso, esas fatídicas circunstancias quedarán para el regreso. Durante el viaje, la energía sigue fluyendo, con un empuje que nos lleva a recorrer ciudades, pueblos, selvas y montañas sin atisbos de cansancio. Una dimensión única, donde todo es maravilloso, los pajaritos cantan y las viejas se levantan, para subir la persiana y gritar: “Mocosos de porquería, dejen de jorobar con la pelota o llamo al comando”. Pero como uno está de viaje, ni caso hace a la dulce señora y le encaja un fulbazo en el medio de la frente.