Poeta, doctor en Letras y especialista en géneros literarios populares, Conde viene de dictar en la UNVM unas jornadas sobre las poéticas del tango y el rock nacional. Habló de las canciones que, desde el café “Los Angelitos” a “La Perla del Once”, forjaron un imaginario que aún nos acompaña a todos los argentinos.
Oscar Conde nació en Buenos Aires en 1961. Es poeta, investigador, ensayista y doctor en Letras. Actualmente dirige la especialización en la Enseñanza de la Lengua y la Literatura en la Universidad Pedagógica de la Provincia de Buenos Aires (UNIPE) y en el Doctorado en Filosofía de la Universidad Nacional de Lanús (UNLA). Asimismo, dicta un seminario de Literatura Popular en el IES Nº 1. Desde 2002 es miembro de número de la Academia Porteña del Lunfardo. Ha compilado los libros “Estudios sobre tango y lunfardo ofrecidos a José Gobello” (2002), “Poéticas del tango” (2003), “Poéticas del rock” volumen 1 (2007), “Poéticas del rock” volumen 2 (2008) -traducida al alemán-. También es autor del “Diccionario etimológico del lunfardo” (1998 primera edición y 2004 la segunda) y de “Lunfardo. Un estudio sobre el habla popular de los argentinos (2011). Sus libros de poesía son “Cáncer de conciencia” (2007) y “gramática personal” (2012).
Sucede que de tanto en tanto aparecen en el mundo personas capaces de conjugar maravillosamente la calle y la academia. Vistos desde las alturas universitarias, los ejemplares de esta especie en extinción son denominados “eruditos”. Pero vistos al ras del piso, desde la estepa de los días de la vida, son inequívocamente poetas. Y no sólo porque hayan publicado brillantes libros de versos, sino y sobre todo, porque como hacedores de poemas que se precien (y a esto lo dejó sentado Charles Baudelaire hace siglo y medio con precisión quirúrgica) han sabido descubrir “correspondencias”: las existentes entre los libros y la vida, entre los clásicos y el tango, entre los pantanos existenciales de “La Odisea” y el hondo bajo fondo de “La última curda”, entre el sentimiento de soledad en “Mi noche triste” y el de alienación en “Yendo de la cama al living”. Y el descubrimiento de esas correspondencias que enriquece profundamente nuestra cultura universal eleva nuestra identidad poética como argentinos a unas alturas de vértigo. Porque si las canciones de nuestro rock y de nuestros tangos participan de un mismo sustrato que varias obras arquetípicas de la humanidad, eso nos viene a decir que, compositivamente hablando, estamos en el fabuloso camino que alguna vez trazó el primer hombre de la Tierra con su primera metáfora. Y ese camino conduce, invariablemente, al conocimiento poético absoluto. Es decir, a Dios.
Pero sucede a veces también (y esto es lo más interesante de este artículo) que el poeta y erudito no vive en Londres o en París, sino en Buenos Aires, se llama Oscar Conde y por un maravilloso link con la UNVM (y en este rubro todo el copyright les pertenece a los profesores Hernán Conen y Paula Asís, de la Licenciatura en Composición Musical), un escritor e investigador de los quilates de Conde deja por dos días su Reina del Plata para internarse en Villa María junto a un centenar de alumnos de la carrera de música. Y una vez en el auditorio del Campus, habla sin parar (literalmente) y hasta la afonía durante más de 20 horas. Y los temas van desde la idea de Dios en Spinetta y Discépolo, hasta el sentimiento de amor y desamor en Charly García y Homero Expósito, mostrando desde el punto de visto erudito y también callejero, por qué algunas letras de esos fabulosos imaginarios han sobrevivido y han sido manual de vida o bitácora existencial de tantos argentinos.
Y si esas clases de rock dada más con la vida que con los libros y más con el corazón que con el cerebro, si esas lecciones de tango iluminan el mecanismo de escritura de los futuros letristas populares villamarienses y, si al final de la agotadora jornada arrancan un aplauso estruendoso y abrazos sentidos de parte de todo el auditorio, entonces es que estamos en presencia de un gran acontecimiento. Porque pareciera que en este caso, la buena estrella nos ha jugado a favor a los habitantes de esta llanura. Y esa buena estrella viene a decirnos, parafraseando a Charly García, que no hay karma de vivir al sudeste o que (esta vez acudiendo a Troilo) viene a implorarnos que nos quedemos aquí.
Escucho un tango y un rock y
presiento que soy yo
-Para empezar, Oscar, contame cuál es, a tu criterio, la importancia que tienen el tango y el rock nacional para la cultura argentina.
-Yo creo que tanto el tango como nuestro rock han sido fundamentales en más de un sentido. Por un lado, constituyen dos altísimos exponentes de la música popular argentina en otras partes del mundo. Y por otro lado, cada uno a su manera se convirtió en una punta fundamental de nuestra identidad. En la segunda década del siglo pasado el tango ya era una música y una danza apreciadas en ciudades culturalmente estratégicas del mundo. El rock argentino, por su parte, no tiene méritos menores. Fue el primer rock genuino que se cantó en español, sobre todo si tenemos en cuenta que los “Teen Tops” mexicanos o los artistas del “Club del Clan” hacían un rock literaria y musicalmente servil al modelo norteamericano. Nuestros músicos se convirtieron en referentes o, lisa y llanamente, en modelos para artistas españoles y latinoamericanos.
-Aún así, en sus inicios, muchos acusaban al rock nacional de género foráneo…
-Sí. Y eso tiene que ver con una pregunta que he escuchado formular maliciosamente más de una vez: “¿Qué puede tener el rock de nacional? Pareciera que estamos frente a una contradicción en sus términos pero no; en la Argentina no hubo, en general, imitaciones serviles de los modelos anglosajones como sí ocurrió en otras partes del mundo, sino que acá el rock fue adecuado para expresar nuestras necesidades y deseos, modificado estética y estructuralmente para servir como portavoz de un imaginario colectivo singular.
-Quienes acusen al rock de foráneo, debieran acordarse de los orígenes del tango…
-Totalmente, porque el tango estuvo sometido a un proceso de hibridación durante sus primeros 40 años de vida. Y musicalmente ambos son productos primordialmente importados. Porque si detrás de uno está el rock anglosajón, detrás del otro está la habanera cubana perfeccionada durante décadas en España. Asimismo, los dos nacieron como géneros marginales y como una música hecha por y para jóvenes.
-Pero eso cambió con el tiempo y hoy el tango y el rock son patrimonio de todas las edades…
-Sí, claro. Gracias a la aceptación y el “adecentamiento”, el tango se transformó en las décadas del 30 y el 40 en un producto plurigeneracional; ni más ni menos que lo que está pasando hoy con el rock. Basta con ir a un concierto para comprobar que personas de 50 y hasta de 60 años comparten las plateas o las tribunas con adolescentes de 15 y jóvenes de 30 y 40.
-Para los extranjeros, el tango es básicamente el baile, pero para nosotros es mucho más…
-Es que musicalmente el tango posee una riqueza extraordinaria, pero el agregado de una letra multiplicó sus posibilidades. Y son las letras del tango y no su música las que forman un universo simbólico y un sistema de creencias a los cuales durante décadas la sociedad rioplatense se ha mantenido apegada, proporcionándole al porteño y a una alta proporción de otros argentinos una identidad definida. Las razones de esa permanencia hay que buscarlas en la calidad poética de todas esas letras.
-¿Y cómo definirías esas letras y el tango como género?
-Con las palabras de Waldo Frank, que dijo que el tango era “la danza popular más profunda del mundo”. Y si dijo eso, fue porque, como no ocurre con ninguna otra canción popular, el tango es filosófico. Los problemas esenciales de su temática son la muerte, el paso inexorable del tiempo, el desarraigo y la búsqueda de la propia identidad, sin dejar de lado tópicos tan universales como el desamor o la nostalgia por los paraísos perdidos. De eso nos hablan sus poetas.
-¿Pensás que los letristas del rock como Spinetta o Charly García son comparables a Discépolo o Cátulo Castillo?
-Indudablemente sí, porque al igual que los poetas del tango, ellos también crearon un imaginario y son igualmente importantes e ineludibles. El resto es una cuestión de gustos. Lo que sí quiero decirte con toda claridad es que, como en todos los movimientos artísticos, las producciones de verdadera calidad no abundan; incluso no lo hacen dentro de la obra de un único autor. Es posible que tanto en el tango como en el rock argentino, lo perdurable, lo que vale realmente la pena, no sea más que un 10% de todo lo que se ha hecho. Pero un 10% es, a mi juicio, un porcentaje altísimo.
Canciones para el top ten
de un corazón
-Muchos dicen que tanto el tango como el rock nacional han muerto, que son dos géneros cerrados. ¿Vos qué pensás?
-Que ni el tango ni el rock han muerto y mucho menos que sus historias estén cerradas. El rock actual, que no me gusta porque básicamente no me representa, es en cierto modo una continuidad del rock forjado en las primeras dos o tres décadas de su historia. Y el rock sigue con algunos de sus artistas heridos o profundamente averiados. Pienso en tipos como Charly, Fito, Divididos, Solari o Calamaro, pero también en otros como Pedro Aznar, que es un impecable.
-¿Y los más jóvenes?
-En los más jóvenes advierto dos tendencias: una al rockerismo barrial con lo peor de ese imaginario, es decir, cuatro pibitos que nunca estudiaron música y se juntan a tocar en un garaje y un día graban un disco y la pegan. La otra variante es un pop irrelevante. Pero estoy seguro de que tiene que haber tipos talentosos entre los más jóvenes. No tenemos que pensar que aparecerá otro Spinetta u otro Cerati, aparecerán artistas con características propias, pero me gusta pensar que con un talento equivalente al de los nombrados.
-Tu libro de poéticas del rock llega hasta fines de los 80, ¿por qué te detuviste allí?
-Porque como te dije antes, el rock de los últimos años ya no me representa. Pero el proyecto de un “volumen 3” del libro existió para trabajar con los grupos surgidos mayormente en los 90. Finalmente desistí de hacerlo porque estaba trabajando en mi libro “Lunfardo”. Pero te digo algo que tiene que ver con estos tiempos: el rock argentino siempre fue muy heterogéneo pero hoy, bajo este rótulo, conviven cosas tan disímiles como Tan Biónica, Vicentico o Calamaro, y esto ya me parece una exageración. Hasta los 80, había entre los músicos un “modo rocker” de ver el mundo y la vida y eso prácticamente ya no existe. Por eso lo nuevo no me representa.
-Entonces, Oscar Conde, ¿sos rockero o sos tanguero?
-Te diría que las dos cosas. A mi primer contacto con el rock nacional lo tuve a los 12 años en 1973, cuando conocí el álbum “Vida”, de Sui Generis, y paralelamente exploraba la obra de Los Beatles y los discos de Gardel. A los 15 me volví rockero y a los 16 descubrí a Piazzolla y percibí que tenía la misma actitud que los músicos de rock a los que iba a ver a los recitales y cuyos discos escuchaba todos los días. El tango “viejo” lo aprendí a amar y valorar con los años, cuando ya no era representativo del Buenos Aires de los 70.
-Si tuvieras que elegir cinco letras de tango y cinco letras de rock para el top ten de tu corazón, ¿cuáles elegirías ahora mismo y sin pensarlo?
-Es dificilísimo pero lo voy a intentar: “Mi noche triste”, de Pascual Contursi; “Mano a mano”, de Celedonio Flores; “Confesión”, de Discépolo; “Sur”, de Homero Manzi, y “La última curda”, de Cátulo Castillo. En el rock, “Laura va”, de Almendra; “Desarma y sangra”, de Serú Girán; “Mañana en el Abasto”, de Sumo; “Con Abuelo”, de Andrés Calamaro, y “Al lado del camino”, de Fito Páez. Pero para ser más justo conmigo, me tendrías que haber preguntado por un “top cien”… Y quizás aún así me quedaban afuera un montón de canciones fundamentales para mi corazón...