Escribe: El Peregrino Impertinente
Capital cultural de Marruecos, Fez resume en su casco antiguo todo el color del país africano: gente encantadora hablando cien lenguas, construcciones sacadas de los cuentos de Las mil y una noches, modos de vida traídos desde la edad media, y una mugre general que revoluciona las especies. Ahí los ratones miden 1,90 metro, fuman hachís y si les decís algo te pegan un cachetadón en la nuca.
Más allá de aquel detalle, la Medina de Fez (la más grande del mundo) es realmente maravillosa. Un conglomerado de sorpresas fundado en el año 789, donde la cultura local tiñe cada baldosa. Mucho ruido y aglomeración humana, vendedores de lo que se le ocurra, burros llevando la carga, mezquitas que llaman al rezo cinco veces por día, señores envueltos en blancas túnicas realizando labores de herrería y carpintería igual que hace varios siglos atrás, señoras con velo transportando gallinas del cogote, niños correteando aquí y allá… Todo dentro de este gigantesco bazar rodeado por 15 kilómetros de murallas y habitado por estrechas callecitas que se diseminan de forma laberíntica. Con semejante cuadro, lógico resulta que el viajero vea al juez de línea levantar la bandera, dejándolo en offside. Está perdido, no entiende nada. Mucho menos cuando el árbitro se le acerca para retarlo en árabe.
Con todo, el foráneo se siente dichoso. Cómo no estarlo, cuando los perfumes de lo exótico lo abrigan de esta manera. Así se quedaría, envuelto, si no fuera por los 40 grados que hace a la sombra. Entonces, procura la salida. Entre el movimiento de transeúntes, y tras siete horas y media de búsqueda, se encuentra la Puerta Bou Jeloud y con ella el acceso a la plaza homónima. El cielo ahora es abierto, y el espacio para caminar, mayor. Ahí es cuando se pregunta a sí mismo“¿Y si entro de vuelta?”. Para festejar el chascarrillo, se va a dormir al hotel.