Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Allá, los Alpes hacen de plato fuerte, con sus paisajes paradisíacos, sus caminatas en verano y sus centros de esquí en invierno. Pero aquí está Grenoble, quien asegura que la antesala del encuentro con los cielos de Europa tiene peso propio. Sus argumentos son un exquisito plano de refinada arquitectura, postales montañosas en el horizonte cercano y mucha cultura francesa para repartir. En el sureste del país galo, cerquita de Suiza e Italia, esta ciudad del tamaño de Río Cuarto hace méritos para ganar espacio en el tour por el Viejo Continente.
Montaña y estilo francés
Con el Chartreuse al norte, el Vercorse al sureste y los Alpes italianos al este, Grenoble se alza dominando un impresionante valle. En el corazón del Delfinado, el verde de la campiña es apenas interrumpido por las tradicionales construcciones rurales y urbanas, la roca virgen del techo de los cerros y el blanco eterno de los picos que saludan desde lejos.
Ese, nada más y nada menos, es el contexto que engalana a este municipio de larga tradición universitaria. Adentro, la ciudad resplandece. Lo hace a partir de un conglomerado de edificios de estilo francés que no deja de encantar al viajero. Estructuras muy Siglo XIX, la mayoría de cinco plantas, que ocupan grandes extensiones de la cuadra, con tejados y balcones art-deco como ornamento indispensable. La composición es gestáltica, un todo sólo entendible a partir de la suma de sus partes, donde no hay protagonistas estelares. Aunque si de nombrar se trata, subrayamos la majestuosa Prefectura, la Catedral de Notre Dame, la Colegiata de Saint- André (erigida en 1228), y el Hotel de Lesdiguiéres (1650). Detrás del mismo, el Teleférico conecta al casco histórico con la Bastilla, ubicada en plena montaña (260 metros de desnivel). Se trata de un fuerte con murallas construido a principios en el Siglo XVI. Cómplice del cuadro es el Río Isére, sus cinco puentes céntricos y las casonas de la otra orilla.
Parques y espacios públicos
En medio del paseo, paradas obligadas resultan algunos de los muchos parques y espacios públicos de la localidad. En tal sentido, destaca la Plaza Víctor Hugo (punto neurálgico si los hay), el Jardín de Ville, el Parc Paul Mistral y la apacible Plaza de Verdun. En cualquiera de ellos, es común encontrarse con los elegantes paisanos realizando dos de sus actividades favoritas: comer y charlar. Como buenos franceses, el cotorreo sobre el impoluto césped se pasa con variedad de quesos, baguette y vino tinto. Sinónimo de la buena vida, un juego que en este país se practica como en pocos lugares del mundo. En Grenoble, una sorprendente cantidad de restaurantes, brasseries y cafés, respaldan la tendencia.
Algunas maravillas circundantes
El mundo alpino se abre al visitante en los alrededores. El inventario sería infinito, por lo que nos limitamos a nombrar un par de lugares, como el macizo de Chartreuse y su monasterio, o el poblado de Vizille. El primero se hizo famoso por ser hogar de los Monjes Cartujos, quienes fabrican de manera artesanal el célebre licor de hierbas Chartreuse. El segundo, acumula miradas gracias al castillo que acoge, así como por haber sido sede, en 1788, de la reunión que algunos consideran el preludio de la Revolución Francesa. Ambos sitios, decirlo es casi una obviedad, descansan sobre espectaculares paisajes montañosos.
Algo más alejado, el Parque Nacional Descrins potencia el espíritu regional con más circuitos de treking y portentos naturales para ofrecer. Lo mismo hace Chamonix (dos horas al noreste), pueblo que tiene de vecino al Mont Blanc (4.800 metros de altura sobre el nivel del mar), el pico más alto de Europa. A la ida o a la vuelta de aquella maravilla, está Grenoble. El, a su manera, también es los Alpes.
Ruta alternativa
Música y viajes, un solo corazón
Escribe: El Peregrino Impertinente
Imagínese un mundo sin música. Qué bajón. Ahora imagínese un mundo sin Tinelli ¿Se equilibra el asunto, no? Pero volvamos al primer caso hipotético: yo la verdad es que no puedo imaginarme cómo sería la vida sin música. Para mí es un elemento tan importante en la realidad diaria como comer, beber o lapidar a cascotazos al testigo de Jehová que viene a tocarte el timbre a las tres de la tarde. Son las melodías, las notas, los cantares, algunas de las principales responsables de alegrarnos el quehacer cotidiano. Las que nos alimentan el espíritu, las que hacen bailar al corazón. Imposible suplantar semejante proveedor de energía.
Todavía más importante es el rol que juega la música al momento de viajar. Cada periplo o travesía viene acompañado por canciones. Las que escuchamos en la radio, el CD o el MP3, mezcladas con los paisajes que vinimos a buscar, o simplemente con las vivencias más simples adquiridas fuera de casa. Automáticamente, el cerebro asocia las imágenes captadas con los sonidos de un piano, una guitarra o una voz (siempre y cuando no sea del interior), y los tatúa en la memoria. Música y recuerdos se hacen indivisibles. Ahora, cada vez que oigamos el tema que nos remonta a aquel viaje inolvidable, habrán ganas locas de volver. Y de cortarse las venas con una regla, al darnos cuenta de que lo más cercano que tenemos de tal anhelo, es un imán de "Yo estuve en..." pegado en la heladera. Y puestos a hacer restrospectivas, vamos más allá: ¿quién no se acuerda de las canciones que escuchaba durante su viaje de egresados? ¿O en la luna de miel? ¿O en su primera aventura de mochilero? Incluso, el hombre memorioso tendrá fresca en la cabeza las estrofas que, de niño, sonaban en el auto durante las vacaciones de familia: "Conociéndote, mi vida halló una razón, y yo aprendí a ver el sol, que nació, cuando te víghhhh". Sonamos, otra vez el maldito pasacasete se tragó la cinta.