La vaca tiene cuatro patas y vive en el campo. Eso no es ninguna novedad, a no ser que uno tenga tres años o le haya dado un cabezazo al termotanque olvidando todo lo que aprendió desde el jardín de infantes en adelante. Lo que tampoco resulta una novedad es que este animalito resulta un fiel compañero del viajero, al encontrarse ambos de forma asidua por las rutas del mundo. En fin, pocas noticias le traemos señora. Aunque con lo feo que está todo, capaz que le hacemos un favor.
Decíamos que vaca y viajero son camaradas del camino. En las carreteras de los cinco continentes hay reunión (a no ser que doña Soja haya echado a patadones a los cuadrúpedos), generando mística en torno al abrazo. Ventanilla o alambrado de por medio, se ven. Uno lo hace envuelto en una tormenta de reflexiones intestinas, propias del viaje, sorteando dilemas filosóficos sobre la vida, la naturaleza y la levedad del ser, que lo dejan tiritando de emoción. La otra, lo hace básicamente siendo vaca.
Como sea, ahí están los dos, conectados. En la cúspide de la fraternidad, el viajero da rienda suelta a su fibra íntima y se declara: “Oh, vaca, tú que alfalfa comes y das leche a borbotones, gracias por iluminar mi camino y acompañarme en este sueño divino. Hoy, por tí, soy un hombre feliz. Te amo, hermana mía”. La vaca lo mira y dice: “Muuuuu”, aunque para sus adentros piensa “pobre flaco, la cara que tiene. Es más fiero que pegarle a mi abuela con un palo”.
Bueno, queda claro que el díalogo entre ambos todavía no está del todo aceitado. Pero la conexión espiritual, créame, es un relojito.