En mi lista de ciudades favoritas de Europa, Amsterdam resulta una fiel abonada a los puestos de descenso. Una Alumni del viejo continente, que baja puntos a medida que uno le conoce mejor la calidad de los jugadores, y la cantidad de acreedores.
Seamos claros: la capital de Holanda no es una metrópoli fea. Si la comparamos con San Salvador de Jujuy, por ejemplo, es probable que la asemejemos al paraíso. Y aún midiéndola con varias de las ciudades más galardonadas del mundo, sigue dando pelea. Su arquitectura exquisita, del barroco de techos a dos aguas, sus más de 1.500 puentes y sus amplios y coloridos espacios públicos, le ayudan a seguir en las portadas de las revistas de viajes propiamente dichas. Porque las de caza y pesca son más del Río Carcarañá y lugares por el estilo.
Sin embargo, el apuesto perfil de Amsterdam encierra una segunda cara. La de miles de visitantes que llegan pura y exclusivamente a aprovechar la despenalización de las drogas que rige en el país. La de las bandadas de prostitutas que pueblan la Zona Roja. La de los borrachos perdidos y vagabundos que le dan que hablar a las noches. Un ambiente general que a lo mejor al Bambino Veira le gusta, pero a mí no.
Alguno podrá decirme que esta mirada es sesgada, porque la ciudad también cuenta con unos museos fabulosos y una vida cultural muy intensa, y tendrá razón. Con todo, creo que en el balance pesa más el “talante oscuro” de la urbe.
Ni sus famosos canales le alcanzan para dar vuelta la tortilla. Al fin y al cabo, quién podría estar interesado en canales. Suficiente tenemos con los que nos da el cable, que no te pasan una película posterior a la caída del muro de Berlín ni aunque le vendas el alma al diablo.