En estos días se está corriendo el Tour de Francia. La carrera ciclística más importante del mundo, que se llama como se llama porque se disputa en Francia. Si se llevara a cabo en Angola se llamaría el Tour de Angola, y no lo correrían hombres, si no leones y jirafas. Sería un exitazo, aunque también un espectáculo dantesco, al estar los leones más preocupados por morfarse a las jirafas que por llegar a la meta.
Pero este Tour modelo 2013 no es uno más. La llamada “Grand Boucle” festeja su edición número 100. Lo hace con la fórmula que la caracteriza y que tanto gusta: casi 200 ciclistas divididos en equipos que viajan por el país galo en tres semanas de puro pedaleo, recorriendo a su paso algunos de los rincones más bonitos del corazón de Europa. Ellos, los deportistas, van demasiado preocupados con la competencia y el dóping como para disfrutar del entorno. El seguidor, en cambio, alucina con las montañas, los bosques, la campiña, los ríos y las calas, acompañado claro del buen vino y los buenos quesos. Tan compenetrado y feliz está con el escenario, que cuando alguien grita: “¡Ahí vienen!”, porque se acercan las bicis, le tira un botellazo por la cabeza y le reprocha: “¿No ves que justo estaba catando un Cabernet Sauvignon, cosecha 83?”.
Tampoco lo pasan mal los que siguen al Tour por la tele. Mientras engordan en el sillón, ven a los profesionales transpirar la gota gorda al subir y bajar montañas cual cabras, y piensan: “Menos mal que soy gasista”. Después las cámaras captan un castillo desde el aire y el comentarista interviene: “Aquí vemos el castillo del Duque de Champignon, una joya del Siglo XVII. El duque no, el castillo”. El telespectador sonríe y viaja mentalmente hacia aquellas latitudes. Todo gracias a esas dos centenas de tarados que se dejan los pulmones y vaya uno a saber que más en las rutas francesas.