Cuando le preguntan cuál es su montaña favorita, el viajero no duda, y con total seguridad responde: “¿Me puede repetir por favor? Estaba pensando en qué iba a comer esta noche”. Entonces el interlocutor lo mira serio, sin poder entender por qué Dios invirtió huesos y órganos en algo tan poco útil para la Humanidad.
De haber estado atento, normal hubiera sido que nuestro poco productivo amigo dijera “Aconcagua”. No es para menos: el cerro de 6.960 metros de altura sobre el nivel del mar es un ícono universal cuando de cúspides se habla. Buena parte de esa fama se la debe al hecho de ser la montaña más alta de América, de los hemisferios sur y occidental, y la mayor del mundo después de las del sistema del Himalaya. O sea, que cartel no le falta. En efecto, la entrada al lugar luce uno muy bonito que dice “Bienvenidos al Aconcagua”.
Así las cosas, lógico resulta que viajeros de todo el mundo se acerquen a explorar su imponente figura. Esa que habita al noroeste de la provincia de Mendoza, en el Parque Provincial ubicado cerquita de la frontera con Chile. Los visitantes se dividen en dos grupos. Están los que contemplan la mole desde abajo, se toman un vermú y se van. Y están los que se embarcan en la aventura de llegar hasta su cima, en un periplo de varios días (el mínimo son tres semanas), repleto de dificultades y peligros, como la falta de oxígeno, obstáculo recurrente y en algunos casos mortal. Por todo esto, los excursionistas deben sacarse sus chalecos de fuerza antes de iniciar el ascenso.
En cada temporada, que va de diciembre a mediados de marzo, unos siete mil corajudos se le animan al desafío. Son los que sueñan con llegar a lo más alto de América, y subir las fotos al Facebook.