Si hay un lugar en el que palabras como tradición, costumbrismo y raigambre se sienten realmente cómodas, ese es Jesús María. La casa del Festival Nacional de Doma y Folclore es un altar a lo telúrico, 50 kilómetros al norte de la ciudad de Córdoba, transpira gauchesca en habitantes y calles. Más aún en los alrededores, en los campos y haciendas que también provocan la visita.
Aquel perfil, labrado desde hace un buen vagón de décadas, hay que sumarle la nostalgia que dejó el Camino Real, la actividad vitivinícola de la zona y el potente anzuelo que materializa la Estancia Jesuítica local, y la de la vecina Colonia Caroya. Todo esto aquí, donde el llano no deja espacio para sierras, pero sí para el viajero.
Campo y ciudad
Sin perder tiempo, el que llega de otras latitudes, el forastero, busca el campo. Allí, entre guitarreada, asado y vino, descubre el verdadero latir de la región. Ambiente agrícola-ganadero es lo que ofrecen varias de las estancias del área, referentes ellas del Turismo Rural. Días de calma, noches de cien mil estrellas. Del desayuno campero al paseo en caballo, y otra vez parrillada para rendirle tributo a lo clásico.
Continuando con ese espíritu, la exploración por el corazón de Jesús María se centra en lo viejo. Las casas ya dan idea, pero más lo hacen la Torre Céspedes (formato de pequeño castillo, con cuatro torres circulares, fue construido a fines del Siglo XIX) y las ruinas del Molino de Deza. Para conectar con el folclore, está el Teatrino Tutú Campos (de rostro peñero durante el Festival) y el mítico Anfiteatro José Hernández, donde se canta y se jinetea como en ninguna otra parte del país. Las agradables plazas San Martín (con su paseo de artesanos) y Pío León, representan los escenarios mayores del andar local.
Claro que el número principal aparece un poco más alejado del centro, en las orillas de lo que fuera el Antiguo Camino Real (Siglo XVII). Es la Estancia Jesuítica de Jesús María, uno de los cinco emprendimientos rurales que la Compañía de Jesús sembró en la provincia, todos ellos declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Notable su estampa con tejados, que se despliega en dos plantas de arcos, dejando en el medio un patio central. Nacida como centro de producción vitivinícola fundamentalmente, su construcción dio inicio en el año 1618. La estructura se compone de la residencia, la iglesia, la bodega y ruinas de lo que fueran el tajamar, los molinos y el perchel. Además, sus muros envuelven las instalaciones del Museo Jesuítico Nacional, 18 salas que atesoran unos 30 mil objetos de valor, entre ellos pinturas de los siglos XVII y XVIII, grabados, porcelanas y cerámicos europeos e importante material arqueológico y etnográfico relacionados con los antiguos habitantes de nuestro suelo.
Por Colonia Caroya
Más del universo jesuita se puede apreciar unos 7 kilómetros al sur, en Colonia Caroya. La estancia homónima, aun siendo menos vistosa que su hermana de Jesús María (son casi igual de antiguas), cautiva. Patio interior, residencia, capilla y tajamar le marcan la colonial silueta. Todavía en Caroya, vale la pena deambular por los campos, contemplar los viñedos y conocer el cuarteto de bodegas que dan vida al llamado “Camino del Vino”.
Después, llega la hora de disfrutar de la gastronomía caroyense: pastas caseras, bagna cauda y salame criollo, otros de los emblemas de la región. Un lugar en el que, queda claro, los inmigrantes friulanos y piamonteses también aportaron lo suyo.
