En el santuario personal de Fabián Clementi hay una estampita de John Mc Enroe y otra de Charles Baudelaire. Y las dos tienen una vela por siempre encendida. Al fin y al cabo, ambos “poetas” lo guiaron, como Virgilio a Dante, por un submundo salvaje. El primero, gladiador ochentoso del court, fue el modelo de Fabián durante su adolescencia; cuando aquel muchacho se iba a entrenar en bicicleta soñando que jugaba un Grand Slam y lo ganaba con la muñeca prodigiosa de su ídolo. El segundo, alma desolada del glamuroso París decimonónico, lo cobijó espiritualmente tras la caída. Fue cuando algo se rompió para siempre en el tenis de Fabián y una voz le susurró al oído “el sueño acabó, vení que hay revancha”. Era la voz del poeta del spleen levantándolo del polvo naranjado de la desesperanza. Y en un acto más real que simbólico, el francés lo trajo a su casa, le preparó un cálido living oliendo a marchitas flores del mal y del infinito, y Fabián ya no quiso irse jamás de esa posada. Por eso es que el fuego de aquellas dos estampitas no se apaga jamás. Porque sería como apagar la juventud (que quiere ser inagotable) o quedarse a oscuras en la madurez, sin el evangelio necesario de la literatura.
Pero volvamos a vuelo rasante al año 1993. Fabián tiene 20 años y ya es el mejor tenista que San Francisco ha dado en toda su historia. Ha ganado torneos por todo el país, está cuarto en el ranking argentino de juveniles y ha ganado partidos a pibes que ya pintan para cracks: Mariano Puerta y Franco Squillari. Por si esto fuera poco, ha compartido el circuito con “Guga” Kuerten y el “Chino” Ríos y ya cuenta sus primeros puntos ATP. Aunque no se anime a decirlo, es una promesa del deporte argentino. Y como tal, siente la necesidad de jugarse entero por aquel sueño wimbledoniano. Y entonces, con la poca plata que su familia le puede aportar más el magro presupuesto de sponsors desconfiados, el muchacho agarra su raquetero y se va a Europa a jugar torneos. La idea es mejorar su ranking y ganar algo de plata. Pero no logrará ni una cosa ni la otra. En Alemania se deprimirá hasta el delirio y en Francia no hará otra cosa que ir a ver museos. Algo se ha quebrado para siempre en su exterior deportivo y en su interior espiritual; pero, ¿qué es? “Falta de confianza”, dirán los deportólogos. “Problemas de una niñez sobreexigida”, dirán los psicólogos. Pero entre las explicaciones científicas y las burlas pueblerinas tras el regreso, Fabián tomará esa prudencial distancia baudelaireana que los críticos llaman décadence, y aún sin haber escrito nada, se refugiará en aquellos versos de “El albatros”: “El Poeta, como ese príncipe de las cumbres/ puede habitar tormentas y burlar al arquero/ Pero exiliado en la tierra, sus alas de gigante/ le impiden caminar entre la muchedumbre”. Y así empezará un lento exilio interior desde el mundo del court hacia el universo de los libros, de la empuñadura de la raqueta a una nerviosa bic azul trazo grueso. Y acaso como una reminiscencia de su pasión por el tenis, nunca dejará de ganarse la vida como profesor, a puro golpe de drive. En Alemania o en Brasil. En San Francisco o en Villa María. Y entonces, sí, escribirá. Y lo hará cada día de su vida. Poemas, diarios, relatos, una incipiente novela que reinicia una vez más acaso para comprender (acaso para conjurar) viejos terrores del pasado. Por eso es que “Las alas sucias del tenis” son algo más que un logro literario; son la bola que lo deja “match point” en ese partido de dobles en donde él y su adorado Baudelaire ponen de rodillas al éxito mundano y a las ensaladeras.
Novelista naciendo
-¿Qué fue lo que te movió a escribir y publicar tu autobiografía tenística?
-Lo mismo que me pasa cada vez que hago un libro de poesía: reencontrarme con aquel niño que después se transformó en un jovencito intentando ser alguien con la raqueta. Uno vuelve al pasado con la esperanza de resolverlo, para así lograr vivir a pleno el presente. La literatura, sobre todo la poesía, es una fogata en esa caverna oscura. Pienso que una persona o un país no pueden salir adelante si no resuelven su pasado.
-Tu libro tiene una cita del fisioterapeuta y preparador francés Paul Dorochenko que dice: Yo entreno niños sin importar si en el futuro serán felices. Los tenistas son máquinas engrasadas y preparadas para ganar. ¿La sociedad piensa igual que Dorochenko?
-Desde que nacemos, la mayoría de los padres nos pone el chip de lo que deberíamos ser. Es por miedo a que de grande “fracasemos”. Y así nos van “entrenando” sin importar si seremos felices o no. Tener una seguridad económica y un éxito material es para la mayoría de la gente lo más importante. Dorochenko es un existencialista, un tipo terriblemente efectivo a la hora de construir un jugador de tenis y de una capacidad absoluta para llevarlos al éxito. Pero su método funciona con tipos estructurados, como era el caso de Sergi Bruguera. Federer, por ejemplo, no lo soportó y se fue.
-¿Es necesario ser una “máquina engrasada” para triunfar en el tenis?
-Pienso que la mayoría de los tenistas que llegan a la cima, sobre todo los top-ten, sí son unas maquinitas. Pero también hay tipos puramente talentosos como el propio Federer, que te dan esperanza. Federer es un dios griego reencarnado en un suizo, casi te diría que no es de este planeta.
-Sin embargo, el método “Dorochenko” no es el único, ¿no?
-Claro que no. Dorochenko te prepara a partir de los 3 años para que a los 15 puedas comenzar a dedicarte profesionalmente al tenis; del mismo modo que la sociedad te manda a la guardería a los 3 años para que a los 23 seas un profesional exitoso. Pero ojo, en el tenis no todo es blanco o negro. También se puede ser un profesional con esfuerzo y dedicación sana. Lamentablemente, la vorágine por la subsistencia es brava y lo humano, por lo general, se pierde.
La metamorfosis del tenista
-Tuviste un paso muy importante por el tenis profesional, eras promesa argentina, pero te retiraste a los 21 años, ¿qué pasó?
-Es que llegó un momento que mi cabeza estalló por presiones y por no tener una contención. Y entonces sufrí un bloqueo. Al principio no entendía mucho lo que me pasaba. En el mejor momento de mi carrera, mi confianza comenzó a caer en picada. Después sentí que no podía pegar más el drive. Era como si lo tuviera que aprender de cero. Con esta nueva imposibilidad jugué mucho tiempo, pero eso me hizo mucho daño. Perdía con tipos que jugaban menos que yo y la impotencia era enorme. Cuando regresé de una gira por Europa, dije basta. Con esa declaración termina mi novela y empieza mi nueva vida.
-Alguna vez dijiste sentirte identificado con el caso del “Mago” Coria…
-Salvando las distancias, sí. En un momento lo vi tan obsesivo, se metía o le metían tanta presión, que dije “Coria termina mal”. Y después, cuando vi que ya no podía sacar más, me vi reflejado. Seguí el caso muy atentamente. Pensé que algún buen psicólogo lo sacaría del pozo, pero no fue así.
-Después de tres poemarios editados, este año te inclinaste por la prosa. ¿Cuál es la diferencia entre los versos y la narrativa?
-En la poesía uno siente que el tiempo se detiene y que todo arde. Es la suspensión en un espacio sólo habitado por el fuego puro de la creación. Ese calor, esa vibración también las sentí cuando jugaba al tenis. Con la prosa sucede algo parecido, pero la intensidad es más baja, aunque también es más armónica. Uno puede programar una estructura para la prosa. El poema, en cambio, es como un pájaro que sólo pasa una vez. Y con suerte uno puede aspirar a manotearle una pluma.
-Recién hablaste de tu nueva vida. ¿De qué manera el escritor que hay en vos se abrió paso entre las ruinas del tenista?
-Creo que no se puede pensar en el escritor y en el tenista por separado. El tenista quedó en aquel niño y en aquel jovencito, ambos hundidos en el océano del fracaso. Y el hombre de hoy, gracias a la escritura, se sumerge para intentar rescatarlos. Hoy siento que los pedazos que alguna vez volaron de a poco se van juntando. Y eso pasa gracias a la literatura y a los afectos.
-¿Alguna vez hiciste psicoanálisis?
-Nunca. El psicoanálisis es una buena herramienta para unir las partes, pero creo que la poesía es aún mejor, la que más ilumina el camino. Creo que si me hubiera quedado de brazos cruzados, habría terminado recostado sobre un campo quemado. En este sentido, Villa María me ayudó muy mucho. Aquí vivieron mis abuelos maternos y aquí me pasó lo más importante que le puede pasar a un hombre; tuve un hijo. Y ése es el poema más hermoso que pude escribir.
Iván Wielikosielek
Fabián Clementi
Nació en San Francisco, en 1973, y desde hace diez años reside en Villa María. Ha publicado tres libros de poemas; “Refractario” (2008), “Spectrorum” (2009) y “El salto del dorado” (2010). Además, ha participado de la antología “Once titular” junto a diez poetas de todo el país. En narrativa, acaba de publicar “Las alas sucias del tenis” (novela) y “El tendedero de atrás” (cuentos). Todos estos libros, por Ediciones Llanto de Mudo, de Córdoba.
Se desempeña como profesor de tenis en el Club Sport de esta ciudad.
Fragmento de “Las alas sucias del tenis”
(…) Llegar a ser una estrella del tenis es muy difícil, lo logran muy pocos. Se necesita dinero, un buen entrenador, un buen entorno y además, pasión y condiciones. Con todo esto, uno tiene una mínima oportunidad de meterse entre los cien mejores tenistas del mundo. Y es aquí donde se recupera la inversión y se gana dinero. Lo demás es la picadora de carne. Cuántos hay que se quedan en el camino, cuántos que ni siquiera llegan a intentarlo. El sueño de creer que con esfuerzo todo se puede, en el deporte es cruel. Pero ¿cómo hace un padre para explicarle a su hijo que no va a ser Guillermo Vilas? ¿Cómo decirlo sin dañar esa ilusión?
En los torneos nos encontrábamos con todo tipo de jugadores deambulando con sus bolsos y raqueteros. Los había “quebrados”, que en la cancha ofrecían espectáculos un tanto humorísticos pero que en el fondo daban mucha lástima. Hablaban entre punto y punto o festejaban con gritos y gestos que los hacía encorvarse. Otros estaban años al borde de la fama, se ubicaban entre el puesto ciento cincuenta y doscientos, pero no lograban entrar por el brillante umbral de los cien.
En mi caso, yo me engañaba; no quería asumir el quiebre emocional que sufría, parecía un motor que no puede parar (ya le habían metido demasiadas marchas) y en los partidos ponía todo; me rompía intentando desbloquearme y los demás se daban cuenta (…).