Por más que busque, el viajero no encontrará compañera más fiel que su mochila. Es ella la que lo sigue donde quiera que vaya, le envuelve y protege los elementos indispensables de la aventura y se hace carne con él, en una unión de espalda con espalda que ni los Village People podrían llevar a cabo. Nada que ver con la valija, tan fría y distante. Bártulo de piel pretenciosa, que supuestamente empapa de status a quien la lleva. Eso hasta que se le rompe una de esas rueditas de porquería con las que se la tira de diva, y manda todo el glamour del portador al Argentino B.
Pasa que la mochila es algo especial. Sencilla y humilde, nada reclama al peregrino y todo le da. Puede estar sucia, desgastada y maloliente como su dueño, pero sigue ahí, firme en el andar. De esta forma surca los caminos, bien cargada y feliz. Al que la sonrisa no le dura tanto es al viajero, que comienza a sentir el deterioro de la columna tras los primeros kilómetros de marcha. Entonces, replantearse las cosas y preguntarse si no hubiera sido mejor quedarse en casa cortando el pasto, resulta casi un acto reflejo.
Desde tiempos remotos, así han sido las cosas con esta amiga del alma, que nada tiene que ver con Lito Vitale. Ya en la prehistoria, el ser humano ha hecho uso de mochilas en sus movimientos migratorios. Claro que el diseño de las mismas poca relación guarda con los de ahora. Al hombre de las cavernas le bastaba con un pedazo de cuero, follaje de los árboles o el tronco recién desollado de alguno de sus enemigos atado con sus propias tripas. Este último recurso es bastante menos delicado que los utilizados hoy, es cierto. Pero hay que ver lo bien que combinaba con el taparrabos.