Por Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Lisboa es distinta. Distinta a las demás, las que forman ese portfolio de grandes capitales europeas. Porque tiene un aura, un algo en su ritmo y en su apariencia, que la desligan del ambiente majestuoso del Viejo Continente, para ubicarla en una atmósfera diferente, más ligada al encanto de lo mundano que a la exuberancia del palacio. Melancólica y hermosa, con callecitas empedradas de gusto a Sudamérica, la cabecera de Portugal muestra su esencia con el orgullo de quien se sabe especial.
Aquel semblante se empieza a absorber apenas tocamos el Puente Vasco Da Gama (17 kilómetros de extensión, el más largo del continente), una de las puertas de entrada a los dominios lisboetas. El río Tajo, anchísimo, y el Atlántico mismo, ponen el concierto marítimo que tan bien identifican a la ciudad y al país. Brisa y oleaje van a dar a los bordes del Alfama, donde comienza la presente exploración.
Ahí, en el barrio más popular y característico de la urbe, es donde uno obtiene la mejor sabia. Callejuelas antiquísimas van y vienen por la colina de San Jorge, poco de primer mundo en los nenes que juegan con lo que tienen y la ropa tendida en los ventanales. Siglos y siglos en estructuras tan vetustas como fascinantes, escalinatas que delatan los desniveles del terreno, naranjos en las plazuelas y naranjas al suelo, muchas, todo muy auténtico. En los puntos panorámicos, el viajero aprecia los tejados y el mar eterno. Le alcanza la zona para darse cuenta de lo mucho que vale Lisboa. Más aún cuando visita la Catedral Santa María Mayor (Siglo XII) y el impresionante Castillo de San Jorge (levantado por los visigodos en el Siglo V, reformado por árabes, cristianos y terremotos desde entonces).
Los tranvías, otro toque de nostalgia local, conectan el cerro con el centro. La zona es conocida como Baixa y ahí, en el llano, palpita el trajín de la ciudad. El movimiento es suave, con paisanos paseando y comprando. Las paradas se dan en los bares y pequeños restaurantes, donde uno de los favoritos sigue siendo la feijoada (el plato brasileño con porotos negros, parecido al locro). Las antiguas barberías reposan como museos, igual que otros tantos elementos del mapa. Los dueños nos echan espantados cuando con la ñata contra el vidrio sacamos una foto. El ceño es fruncido, estilo Mourinho. Los portugueses, cabe decirlo, no se caracterizan por su simpatía.
A gusto en esta área, hay tiempo (siempre lo hay en Portugal) para conocer la Praca do Comercio. El Tajo y edificios arcaicos y bellos cubren la explanada más emblemática del país. No es, sin embargo, la que mayor ajetreo irradia. Ese título se lo lleva la Praca Don Pedro IV, o del Rossio, punto neurálgico de Lisboa que tiene de vecino al Teatro Doña María II. A pocas cuadras, aparece la Avenida da Liberdade, caminos que conducen a la parte más moderna de la metrópoli. Nos los dice un vendedor callejero, mientras tuesta sus castañas.
Poesías del agua
Mucho más alejado de la médula urbana, el barrio de Belém canta las poesías del agua. En tono de fado, muestra la conexión intrínseca de Portugal con el océano. Dos atractivos destacan del resto: La Torre de Belém (otrora fortificación, fue construida en los bordes del Tajo a principios del Siglo XVI) y el Monasterio de los Jerónimos (también del Siglo XVI). Ambas obras desbordan de estilo manuelino, muy típico en esta parte del mundo.
Cerquita aparece el Monumento a los Descubridores. 52 metros de altura y un diseño de alto nivel artístico rinden homenaje a Enrique el Navegante (descubridor de Cabo Verde, Madeira y las Islas Azores) y por asociación a todos los grandes exploradores de Portugal. Esos que Lisboa veía partir y llegar, desde los cerros, y a sus anchas.