Entrar al baño del bar y encontrarse a un miembro de Al Qaeda encomendándose a los cielos con 20 kilos de explosivos atados al torso. Perderse en la ciudad y aparecer en un callejón sin salida rodeado del que canta en Pibes Chorros y toda su banda. Tener la misma cara que el ministro Lorenzino. Solamente esas tres cosas pueden ser peores en la vida que viajar al lado de un bebé.
Castigo divino o simplemente muy mala suerte, el compartir periplo con una criatura tan pequeña puede resultar traumático. Porque una cosa es que el nene sea hijo de uno y otra muy distinta es que le sea completamente ajeno. En este último caso, no hay ternura que valga y el deseo de que aparezca el hombre de la bolsa y termine con el martirio se torna irresistible.
No hace falta recurrir a un cuadro sinóptico para graficar la espeluznante situación: viajando en colectivo, tren o avión, surge una señora de las penumbras y se te sienta al lado con una criatura de siete meses en brazos. O lo que es lo mismo, adiós a apasionarse contemplando los paisajes que arroja la ventanilla y hola a escuchar el agudo llanto del pequeño durante las próximas 12 horas. Es preferible descender a los oscuros abismos del infierno que continuar con la tortura.
A ver, los bebés serán algo maravilloso y el futuro de nuestra sociedad y la esperanza en un mundo mejor y todo, absolutamente todo, lo que quieran. Pero nada de eso sirve de consuelo cuando los angelitos te incineran el viaje. Queda claro que esa fascinante actividad del ir y venir no combina con pañales. Fundamentalmente, cuando la señora se pone a cambiarlos justo al frente de nuestra existencia, en festival escatológico. En fin, reflexiones de un día muy malo.